(El Banco, Magdalena, 1915 – Santa Marta, 2007)
“La cumbia me da fuerzas cuando estoy vencido, hace que se me olvide que tengo hambre o sed”.
Las fiestas en honor a la Virgen de la Candelaria marcaron el destino de José Benito Barros, el niño que nació en El Banco, municipio ubicado al sur del departamento del Magdalena, días después de que la música, el bullicio y las celebraciones terminaran.
Una década más tarde, sería él, junto con Adriano, uno de sus cuatro hermanos, el que estaría animando fiestas, dando serenatas y tocando en la plaza para recoger unos pesos y ayudarle a su mamá, Eustasia Palomino, quien enviudó cuando el pequeño José, el menor de los hijos, tenía apenas tres años.
No solo cantaba, también embolaba zapatos y ayudaba a los conductores de transporte público. Su hermano, preocupado porque José Benito, quien había dejado la escuela en tercero de primaria, terminara siendo un inútil, incluso le consiguió un trabajo vendiendo gallinas criollas al restaurante de un hotel de Barranquilla.
De su época escolar recordaba que las únicas tareas que hacía eran las de gramática y que se la pasaba leyendo poesía, pues le interesaba aprender cómo era la estructura de los versos. Este conocimiento lo puso en práctica al momento de componer sus canciones, que se destacan por su exquisito estilo literario, algo poco habitual en la música popular. “Eso se debe a que he leído mucho. Sin petulancia, le puedo decir que leí a Rulfo, Dostoievski, García Márquez, Amado Nervo; aunque no terminé la primaria, a punta de lectura aprendí mucho. Y eso se refleja en lo que escribo”, explicó el maestro en una entrevista.
En 1930 salió de su pueblo, llegó a Santa Marta en una chalupa y se alistó en el Ejército Nacional. Cuando el duro régimen disciplinario se lo permitía, hacía competencias de pulso con sus compañeros y aprendía a tocar la guitarra. Por las noches, cuando todos dormían, aprovechaba para componer boleros. Dos años después salió de la institución con el grado de sargento segundo, dispuesto a iniciar una nueva aventura fuera del país. No tenía un peso en sus bolsillos, pero sí una guitarra y un propósito; quería retomar con seriedad lo que había empezado en la infancia: componer y cantar sus propias canciones. De Santa Marta viajó a Medellín, ciudad que por esos días lloraba la muerte de Carlos Gardel, reconocido cantante de tango argentino, un género musical que le había encantado desde niño.
Es más, la primera canción que grabó fue un tango que se llamaba Cantinero, sirva tanda. Lo hizo en Lima, la capital del Perú, una de las ciudades que visitó después de la travesía que inició en Medellín. “Recuerdo que en Lima había mucha gente convencida de que yo era argentino, por mi facilidad con el tango. Para seguirles la corriente, empecé a dármelas de argentino, pero mi acento era terrible, no sé cómo pude lograrlo”, recordaba Barros.
También estuvo en Ecuador, México, Argentina y Brasil, donde se ganó la vida cantando boleros en bares y cantinas. No se tomaba ni un trago, pues despreciaba a los borrachos, y lo único que le interesaba era escribir las melodías y letras de sus futuras canciones. Después regresó a Bogotá, donde conoció a un empresario que le propuso componer música tropical. La primera canción que escribió fue El gallo tuerto, un éxito inmediato. Las emisoras la repetían incontables veces en un solo día y varias orquestas internacionales la regrabaron. Nadie podía dejar de cantar el pegajoso coro que decía: “Cocoroyó, cantaba el gallo. Cocoroyó, a la gallina. Cocoroyó, cantaba el gallo. Cocoroyó, en la cocina”.
En 1954 decidió dedicarse exclusivamente a la composición. Cumbias, porros, currulaos, vallenatos, pasillos, tangos y boleros empezaron a expandir su repertorio. Sobre el proceso de creación, el maestro Barros decía que “la dificultad es siempre la primera estrofa. Hay que dejarla cuadradita y eso lleva su tiempo, porque la línea melódica debe ajustar con la letra”. Por eso, prefería hablar de capacidad y no de inspiración, pues esta, aunque reconocía que sí existe, no le parecía definitiva. “Si no se tiene capacidad, no hay cómo aprovechar la inspiración”.
Él, por ejemplo, supo aprovechar el chispazo que le llegó una tarde en la que recordó a Guillermo Cubillos, un comerciante del interior del país que montó un negocio de transporte en El Banco. Cubillos se había enamorado de una mujer que vivía en Chimichagua, una población cercana, a donde se fue a vivir con ella una vez se casaron. Para continuar con el transporte de personas y mercancías entre ambos pueblos mandó a hacer una canoa más grande que las tradicionales, conocida como piragua.
Esta embarcación le dio el nombre a la cumbia que lo inmortalizó, La piragua, cuyos versos dicen: “Me contaron los abuelos que hace tiempo, navegaba en el Cesar una piragua, que partía desde El Banco, viejo puerto, hasta las playas de amor en Chimichagua”.
José Barros regresó a su pueblo en 1970. Allí fundó, junto a algunos amigos, el Festival Nacional de la Cumbia, que recibió la Gran Orden del Ministerio de Cultura, y el cual es considerado el certamen que festeja su vida y obra. En su casa de El Banco, amplia y bien aireada, siguió componiendo canciones día y noche; las pocas pausas que tomaba eran para sentir la frescura de la brisa y para apreciar el paso de las piraguas. Los vecinos que lo veían sentado, siempre encorbatado, en una mecedora con lápiz en mano, también lo escuchaban tararear melodías y se alegraban de que su capacidad creadora siguiera intacta.
El paso de los años, sin embargo, fue haciendo de las suyas; con más de 90, el maestro se sentía cansado y lo apenaba pensar que el final de su vida se acercaba. “Me parece triste, pero repito: queda la música, mi música”. Tenía razón: quedaron más de 700 canciones que narran las historias del Caribe, las costumbres de su gente, los romances que llegaron a buen puerto y los que naufragaron. El maestro Barros homenajeó con delicados versos a los pescadores de su tierra y con estos mismos se le puede despedir a él: “La luna espera sonriente, con su mágico esplendor, la llegada del valiente y del alegre pescador”.
(Ilustración: Carolina Bernal C.)