REGIÓN SURANDINA / MITO PAEZ
Cuentan los indios paeces que hace mucho tiempo los jóvenes arrojaron de la comunidad a los ancianos porque, según ellos, no hacían nada. Los viejos, sin más alternativa, marcharon hacia el lugar que les indicaba Llivan, el único joven que se había opuesto a la expulsión de los ancianos. Llegaron a un valle, cerca de un hermoso río, construyeron un bello poblado, en donde todos los viejitos trabajaron para construir sus malocas y chagras. Llivan era el encargado de cortar la madera, pescar y cultivar, haciéndolo como lo recomendaban los viejos. Muy pronto se convirtió en un lugar sereno y próspero.
Mientras tanto, en el pueblo de los jóvenes habían comenzado los problemas: todos querían ser gobernantes, nadie quería trabajar y comenzaron a aburrirse, porque no había quién contara historias al anochecer, ni quién organizara celebraciones ni fiestas. Cuando alguien enfermaba, moría sin remedio, porque nadie conocía el secreto de las plantas curativas.
En el pueblo de los ancianos, Llivan estaba listo para tomar una esposa. Entonces, pidió permiso para que le permitieran buscar una mujer en el pueblo de los jóvenes; los ancianos no se opusieron y le advirtieron que tuviera mucho cuidado, pues los jóvenes lo consideraban un traidor. Llivan marchó una mañana sin prestar mucha atención a las palabras de los ancianos. Llegó al territorio de los jóvenes, quienes lo apresaron inmediatamente. Allí pudo darse cuenta de que cinco muchachos habían tomado el mando de la población y tenían como esclavos a todos los demás.
Esa noche, antes del sacrificio al que iba a ser sometido Llivan, los jefes hicieron una gran fiesta, y, como ocurría todas las noches, se emborracharon con chicha. Llivan había sido atado en el centro de la aldea y permanecía vigilado por una bella indígena, que no hacía otra cosa que mirarlo.
—Ayúdame a escapar y te salvaré —le decía Llivan a su bella centinela.
Como ya todo el poblado estaba aburrido por el mandato de los tiranos, la bella muchacha soltó a Llivan y entre los dos convencieron a todo el pueblo de castigar a los cinco gobernantes. Los jóvenes entonces fueron a pedir perdón a los ancianos. Cuando los tiranos se levantaron al otro día, no encontraron a nadie que los atendiera, tal como estaban acostumbrados. Descubrieron que sus cuerpos estaban desnudos y salieron furiosos a castigar a quienes les habían humillado, pero cuando miraron a su alrededor, todos los hombres y mujeres, viejos y jóvenes, los esperaban con una hoja de pringamosa en la mano. Llivan les ordenó que caminaran en medio de sus antiguos sirvientes y cada uno les castigó con la pringamosa. Desde entonces, todo volvió a la normalidad y los ancianos gobernaron como era la costumbre.
Selección y adaptación: Fabio Silva V.
Publicado en: Mitos y leyendas colombianos.
Bogotá. Panamericana editorial, 1999.
Ilustraciones: Alejandra Estrada.