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La mañana verde

La mañana verde

Ray Bradbury

Cuando el sol se puso, el hombre se acuclilló junto al sendero y preparó una cena ligera y escuchó el crepitar de las llamas mientras se llevaba la comida a la boca y masticaba con aire pensativo. Había sido un día no muy distinto de otros treinta, con muchos hoyos cuidadosamente cavados durante las horas del alba, semillas echadas en los hoyos, y agua traída de los brillantes canales. Ahora, con un cansancio de hierro en el cuerpo delgado, yacía de espaldas y observaba cómo el color del cielo pasaba de una oscuridad a otra.

Se llamaba Benjamín Driscoll, tenía treinta y un años, y quería que Marte creciera verde y alto con árboles y follajes, produciendo aire, mucho aire, aire que aumentaría en cada temporada. Los árboles refrescarían las ciudades abrasadas por el verano, los árboles pararían los vientos del invierno. Un árbol podía hacer muchas cosas: dar color, dar sombra, fruta o convertirse en paraíso para los niños; un universo aéreo de escalas y columpios, una arquitectura de alimento y de placer, eso era un árbol. Pero los árboles, ante todo, destilaban un aire helado para los pulmones y un gentil susurro para los oídos, cuando uno está acostado de noche en lechos de nieve y el sonido invita dulcemente a dormir.

Benjamín Driscoll escuchaba cómo la tierra oscura se recogía en sí misma, en espera del sol y las lluvias que aún no habían llegado.

Acercaba la oreja al suelo y escuchaba a lo lejos las pisadas de los años e imaginaba los verdes brotes de las semillas sembradas ese día; los brotes buscaban apoyo en el cielo, y echaban rama tras rama hasta que Marte era un bosque en la tarde, un huerto brillante.

En las primeras horas de la mañana, cuando el pálido sol se elevaba débilmente entre las apretadas colinas, Benjamín Driscoll se levantaba y devoraba en pocos minutos un desayuno ahumado, apagaba las cenizas de la hoguera y empezaba a trabajar llevando los sacos a la espalda, probando, cavando, sembrando semillas y bulbos, apisonando levemente la tierra, regando, siguiendo adelante, silbando, mirando el cielo claro cada vez más brillante a medida que pasaba la mañana.

—Necesitas aire —le dijo al fuego nocturno.

El fuego era un rojizo y vivaz compañero que respondía con un chasquido, y en la noche helada dormía allí cerca, entornando los ojos, sonrosados, soñolientos y tibios.

—Todos necesitamos aire. El aire está enrarecido aquí en Marte. Se cansa uno tan pronto… Es como vivir en la cima de los Andes. Uno aspira y no consigue nada. No satisface.

Se palpó la caja toráxica. En treinta días, cómo le había crecido. Para que entrara más aire en ella había que desarrollar más los pulmones o plantar más árboles.

—Para eso estoy aquí —se dijo. El fuego le respondió con un chasquido—. En las escuelas nos contaban la historia de Juanito Semillas de manzana que anduvo por Estados Unidos plantando semillas de manzanos. Bueno, pues yo hago más. Yo planto robles, olmos, arces y toda clase de árboles; álamos, cedros y castaños. No pienso sólo en alimentar el estómago con fruta, también fabrico aire para los pulmones. Cuando estos árboles crezcan alguno de estos años, ¡cuánto oxígeno darán!

Recordó su llegada a Marte. Como otros mil compañeros suyos paseó los ojos por la apacible mañana y se dijo:

—¿Qué haré yo en este mundo? ¿Habrá trabajo para mí?

Luego se había desmayado.

Volvió en sí, tosiendo. Alguien le apretaba contra la nariz un frasco de amoníaco.

—Se sentirá bien en seguida —dijo el médico.

—¿Qué me ha pasado?

—El aire enrarecido. Algunos no pueden adaptarse. Me parece que tendrá que volver a la Tierra.

—¡No!

Se sentó y casi inmediatamente se le oscurecieron los ojos y Marte giró dos veces debajo de él. Respiró con fuerza y obligó a los pulmones a que bebieran en el profundo vacío.

—Ya me estoy acostumbrando. ¡Tengo que quedarme!

Lo dejaron allí, acostado, boqueando horriblemente, como un pez. “Aire, aire, aire —pensaba—. Me mandan de vuelta a causa del aire”. Y volvió la cabeza hacia los campos y colinas marcianos, y cuando se le aclararon los ojos vio en seguida que no había árboles, ningún árbol, ni cerca ni lejos. Era una tierra desnuda, negra, desolada, y ni siquiera una hierba. Aire, pensó, mientras una sustancia enrarecida le silbaba en la nariz. Aire, aire. Y en la cima de las colinas, en la sombra de las laderas y aun a orillas de los arroyos, ni un árbol, ni una solitaria brizna de hierba. ¡Por supuesto! Sintió que la respuesta no le venía del cerebro, sino de los pulmones y la garganta. Y el pensamiento fue como un repentino soplo de oxígeno puro, y lo puso de pie. Hierba y árboles. Se miró las manos, el dorso, las palmas. Sembraría hierba y árboles. Esa sería su tarea, luchar contra la cosa que le impedía quedarse en Marte. Libraría su propia guerra hortícola contra Marte. Ahí estaba el viejo suelo, y las plantas que habían crecido en él eran tan antiguas que al fin habían desaparecido. Pero ¿y si trajera nuevas especies? Árboles terrestres, grandes mimosas, sauces llorones, magnolias, majestuosos eucaliptos. ¿Qué ocurriría entonces? Quién sabe qué riqueza mineral ocultaba el suelo, sin poder asomar a la superficie porque los helechos, las flores, los arbustos y los árboles viejos habían muerto de cansancio.

—¡Permítanme levantarme! —gritó—. ¡Quiero ver al coordinador!

Habló con el coordinador toda una mañana de cosas que crecían y eran verdes. Pasarían meses, o años, antes de que se organizaran las plantaciones. Hasta ahora, los alimentos se traían congelados desde la Tierra, en grandes hielos voladores, y unos pocos jardines públicos verdeaban en instalaciones hidropónicas.

—Entretanto, esta será su tarea —dijo el coordinador—. Le entregaremos todas nuestras semillas; no son muchas. No sobra espacio en los cohetes por ahora. Además, estas primeras ciudades son para alojar mineros, y me temo que sus plantaciones no contarán con muchas simpatías.

—¿Pero me dejarán trabajar?

Lo dejaron. En una simple motocicleta, con la caja llena de semillas y retoños, llegó a este valle solitario, y plantó sus pies en la tierra.

so había ocurrido hacía treinta días, y nunca había mirado hacia atrás. Mirar hacia atrás lo habría descorazonado para siempre. El tiempo era excesivamente seco, y parecía poco probable que las semillas pudieran germinar. Quizá todos sus esfuerzos, esas cuatro semanas en que había cavado encorvado sobre la tierra, se habían perdido. Clavaba los ojos adelante, avanzando poco a poco por el inmenso valle soleado, alejándose de la primera ciudad, aguardando la llegada de las lluvias.

Mientras se cubría los hombros con la manta, vio que las nubes se acumulaban sobre las montañas secas. Todo en Marte era tan imprevisible como el paso del tiempo. Sintió alrededor las abrasadas colinas, que la escarcha de la noche iba empapando, y pensó en la tierra del valle, negra como la tinta, tan negra y brillante que parecía arrastrarse y vivir en el hueco de la mano, una tierra fértil en donde podrían brotar unas habas de larguísimos tallos, de donde caerían quizás unos gigantes de voz estruendosa, dándose unos golpes que les molerían los huesos.

El fuego tembló sobre las cenizas soñolientas. El distante motor de un carro estremeció el aire tranquilo. Un trueno. Y en seguida sintió el olor del agua.

“Esta noche —pensó. Y extendió la mano para sentir la lluvia—. Esta noche”.

Lo despertó un golpe muy leve en la frente.

El agua le corrió por la nariz hasta los labios. Una gota le cayó en un ojo, nublándolo. Otra le estalló en la barbilla.

La lluvia.

Fresca, dulce y tranquila, caía desde lo alto del cielo como un elíxir mágico que sabía a encantamientos, estrellas y aire, y arrastraba un polvo de especias, y se le movía en la lengua como raro licor liviano.

Se levantó. Dejó caer la manta y la camisa azul. La lluvia arreciaba en gotas más densas. Un animal invisible danzó sobre el fuego y lo pisoteó hasta convertirlo en un humo iracundo. Caía la lluvia. La gran tapa negra del cielo se dividió en seis trozos de azul pulverizado, como un agrietado y maravilloso esmalte, y se precipitó a tierra. Diez mil millones de diamantes titubearon un momento y la descarga eléctrica logró fotografiarlos. Luego oscuridad y agua.

Calado hasta los huesos, Benjamín Driscoll se reía y se reía mientras el agua le golpeaba los párpados. Aplaudió, y se incorporó, y dio una vuelta por el pequeño campamento, y era la una de la mañana.

Llovió sin parar durante dos horas. Luego aparecieron las estrellas, recién lavadas y más brillantes que nunca.

El señor Benjamín Driscoll sacó ropa seca de una bolsa de celofán, se cambió, y se durmió con una sonrisa en los labios.

El sol asomó lentamente entre las colinas. Se extendió pacíficamente sobre la tierra y despertó al señor Driscoll.

No se levantó en seguida. Había esperado ese momento durante todo un interminable y caluroso mes de trabajo, y ahora al fin se paró y miró hacia atrás.

Era una mañana verde.

Los árboles se erguían contra el cielo, uno tras otro, hasta el horizonte. No un árbol, ni dos, ni una docena, sino todos los que había plantado en semillas y retoños. Y no árboles pequeños, no, ni brotes tiernos, sino árboles grandes, enormes y altos como diez hombres, verdes y verdes, vigorosos y redondos y macizos, árboles de resplandecientes hojas metálicas, árboles susurrantes, árboles alineados sobre las colinas, limoneros, tilos, pinos, mimosas, robles, olmos, álamos, cerezos, arces, fresnos, manzanos, naranjos, eucaliptos, estimulados por la lluvia tumultuosa, alimentados por el suelo mágico y extraño, árboles que ante sus propios ojos echaban nuevas ramas, nuevos retoños.

—¡Imposible! —exclamó el señor Driscoll.

Pero el valle y la mañana eran verdes.

¿Y el aire?

De todas partes, como una corriente móvil, como un río de las montañas, llegaba el aire nuevo, el oxígeno que brotaba de los árboles verdes. Se lo podía ver, brillando en las alturas, en oleadas de cristal. El oxígeno, fresco, puro y verde, el oxígeno frío que transformaba el valle en una tierra frondosa. Un instante después las puertas de las casas se abrieron de par en par y la gente se precipitó en el milagro nuevo del oxígeno, aspirándolo en bocanadas, con mejillas rojas, narices frías, pulmones revividos, corazones agitados, y cuerpos rendidos animados ahora como si bailaran.

Benjamín Driscoll aspiró profundamente una bocanada de aire verde y húmedo, y se desmayó.

Antes que despertara de nuevo, otros cinco mil árboles habían subido hacia el sol amarillo.

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