Cuento tradicional
Hace muchos años una buena mujer, cansada del frío que hacía en su ciudad, decidió irse a vivir a un pueblo de tierra caliente. Así que después de vender su casa, juntó a sus nueve hijos y les pidió que cada uno llevara consigo un poco de ropa. Ella hizo lo mismo, aunque incluyó en su equipaje una canasta en la que guardó a su pata consentida, llamada Dedé, porque todos los días ponía un huevo.
Al llegar a la estación del tren, la buena mujer quedó sorprendida al ver el letrero que había junto a la ventanilla de los boletos: “No se permite viajar con animales”.
—Imposible separarme de Dedé —dijo para sí—. Además, ya no podemos regresar porque vendí la casa. No me queda más remedio que viajar con mi querida pata.
—Deme diez boletos —dijo con prisa.
—¡Cuac, cuac! —se escuchó desde el fondo de la canasta.
—Disculpe, señora, no la oí bien —respondió el vendedor.
—Quiero diez boletos.
—¡Cuac, cuac!
—¿No escuchó usted un graznido de un pato?
—¿Un pato? ¡Yo no escuché nada!
—¡Cuac, cuac! —volvió a oírse desde la canasta.
—Señora, será mejor que no me mienta: usted lleva un pato ahí.
—¿Un pato?, ¿yo?
—¡Cuac, cuac!
—Está prohibido viajar en el tren con animales. ¿No leyó el letrero? Abra la canasta que lleva en la mano.
—¿Por qué debo abrirla?
—Porque usted lleva un pato escondido ahí. Si quiere que le venda los boletos, primero debe abrir la canasta.
—Está bien, señor. La voy a abrir con una condición: si llevo aquí un pato, se lo regalo, usted me vende mis boletos y asunto arreglado. Pero si adentro no hay un pato, entonces usted me regala los diez boletos y yo podré viajar con el animalito que llevo en la canasta.
—Acepto el trato por dos razones —respondió el vendedor—: primero, porque al menos ya reconoció que lleva un animal y, segundo, porque me encantaría un pato al horno para la cena. Abra la canasta.
La gente que estaba en la estación comenzó a rodearlos, pendientes de la apuesta que habían hecho la señora y el vendedor de los boletos. Los nueve hijos estaban nerviosos porque sabían que Dedé era la que graznaba desde la canasta y su mamá podía perder la apuesta.
—Muestre ya lo que lleva adentro, señora, el tren está por salir.
—¿Sigue el trato en pie?
—Claro. Ya me estoy saboreando la cena.
Ante los ojos de sus hijos, de varios curiosos y del vendedor, la señora levantó la tapa de la canasta. Dedé se asomó:
—¡Cuac, cuac!
—¡Pato al horno! ¡Pato al horno! —gritó lleno de entusiasmo el vendedor de los boletos del tren—. ¡Pato al horno para mi cena!
—Un momento —dijo la señora.
Levantó un poco más la tapa y buscó algo en el interior de la canasta. Luego sacó un huevo.
—Como bien puede ver —dijo mostrando el huevo—, no es un pato lo que llevo aquí. Es una pata.
Todos los curiosos sonrieron al ver la escena:
—¡Ganó la señora! —exclamaron.
—¿Quieren que le dé gratis los boletos del tren? —preguntó el vendedor.
—¡Sí! ¡Es una pata! —respondieron los curiosos.
El vendedor apretó los dientes y cerró los puños de la rabia que le dio por perder la apuesta. Tomó diez boletos y se los entregó a la señora.
Cuando ella y sus nueve hijos se subieron al tren se alcanzó a escuchar a Dedé exclamar:
—¡Cuac, cuac!
(Ilustración: Carolina Bernal C.)