(Carlos Castro Saavedra)
Cuando nos sentamos en las sillas de las peluquerías, frente a los espejos fieles y profundos, donde a veces hay nubes y colinas del cielo, nos volvemos un poco niños, un poco hijos de los peluqueros.
…En las peluquerías hay ambiente de viaje, de estación, de tren que va a partir con pasajeros jóvenes y limpios. Nadie quiere marcharse, sin antes poner en orden los cabellos y destronar la barba. Nadie quiere irse, sin un poco de brillo en la cabeza, sin un poco de sol en la mejilla.
…Hermosa es la lección de los peluqueros, la enseñanza que se desprende de sus manos a toda hora. Ellos insisten en que es posible renacer siempre, y con su trabajo, modesto pero humano, abren caminos a la luz que atesora el hombre, y devuelven a las cabezas su esplendor, y a los labios la sonrisa que a menudo se pierde entre la barba.
…La peluquería es un oficio blanco y tibio de humanidad. Oficio de los hombres buenos y pacíficos, en cuyas manos cantan las tijeras, como un pájaro de metal con dos alas brillantes. La peluquería es una aldea del mundo, donde la vida corre sin prisa, y lentos rebaños espumosos, de jabón y de talco, se alimentan con hierbas temblorosas que le nacen al hombre.
Sobre las cabezas, como sobre rosas oscuras, se inclinan los peluqueros para hacer su trabajo. Ellos merecen, por lo menos, que les digamos en el amanecer: buenos días, amigos, jardineros del pelo.