Había una vez un rey que siempre quería actuar de la mejor manera posible, sin equivocarse. Una mañana se levantó convencido de que podría lograr su deseo: solo tenía que contestar las tres preguntas que le habían surgido la noche anterior en sus desvelos. Las tres preguntas eran: ¿cuál es el momento más oportuno para hacer las cosas?, ¿quiénes son las personas más importantes con las que hay que tratar? y ¿qué es lo más importante para hacer en cada momento?
Sin perder tiempo, ese mismo día publicó un edicto anunciando que aquel que respondiera correctamente las tres preguntas recibiría una gran recompensa. Al día siguiente muchos eruditos del imperio llegaron al palacio, cada uno con respuestas diferentes a los interrogantes del rey.
Frente a la primera pregunta, unos le aconsejaron planear minuciosamente su tiempo, dedicando cada hora, cada día, cada mes y cada año a ciertas tareas, y seguir este plan al pie de la letra. Otros le dijeron que era imposible planear todo con antelación, por lo que debía permanecer atento a todo lo que sucedía a su alrededor. Alguien le sugirió que se rodeara de sabios consejeros y otro que mejor fuera a ver a los adivinos… Y así.
Del mismo modo, se dieron varias respuestas a la segunda pregunta. Unos decían que las personas más importantes para el rey eran sus administradores, otros pensaban que más bien eran los sacerdotes, otros más creían que eran los médicos y, por último, estaban aquellos que opinaban que eran los guerreros.
Como respuesta a la tercera pregunta también recibió distintas opiniones: dedicarse a la ciencia, prepararse para la guerra o consagrar su vida a los dioses. El rey, asombrado por la diversidad de respuestas, no aceptó ninguna y envió a los eruditos de vuelta a sus casas.
Pasaron los días y, tras varias noches de insomnio y reflexión, el rey decidió visitar a un sabio ermitaño que vivía en un lugar apartado en el bosque, para ver si él tenía las respuestas. Así que se vistió de campesino, fue en su búsqueda y una vez cerca de la cabaña del ermitaño, bajó de su caballo, despidió a sus guardias y se fue caminando a su encuentro.
Y ahí estaba el ermitaño, arando la tierra frente a su cabaña mientras respiraba con dificultad. El rey se le acercó y lo saludó, pero el ermitaño lo ignoró por completo. Así que el rey dudó de si aquel hombre flaco, débil, viejo y huraño era el que le iba a dar las respuestas que buscaba. Finalmente se acercó un poco más y le dijo:
—Hombre sabio, he venido para pedirte que me respondas tres preguntas: ¿cuál es el momento más oportuno para hacer las cosas?, ¿quiénes son las personas más importantes con las que hay que tratar? y ¿qué es lo más importante para hacer en cada momento?
El ermitaño lo escuchó atentamente, pero luego siguió trabajando la tierra y no le respondió. El rey, en vez de insistir, le dijo:
—Tienes que estar cansado, déjame que te ayude un poco. El ermitaño le dio las gracias, le pasó el azadón y se sentó en el suelo a descansar. Después de haber removido dos surcos, el rey se detuvo y repitió sus preguntas, pero el ermitaño, en vez de contestarle, se levantó, tomó el azadón y le dijo:
—¿Por qué no descansas? Ahora puedo seguir yo.
Pero el rey se quedó con el azadón y continuó trabajando. Así pasó una hora, luego otra y finalmente el sol comenzó a ponerse tras las montañas. El rey, ya cansado y al límite de su paciencia, soltó el azadón y dijo:
—Sabio, vine a verte para que respondieras a mis preguntas, pero si no tienes las respuestas, dímelo y me iré.
En ese momento el ermitaño gritó:
—Rey, ¡ahí viene alguien corriendo!
El rey se giró y vio a un hombre que salía del bosque presionando con sus manos una herida que sangraba en su estómago. El hombre corrió hacia el rey, cayó al suelo, cerró los ojos y se quedó inmóvil, gimiendo con voz débil: su herida era muy profunda. Rápidamente, el rey le limpió la herida y usó su pañuelo para vendarlo. Pero la hemorragia no se detenía y tuvo que utilizar su camisa para detener la sangre.
Una vez consciente, el hombre pidió un vaso de agua y el mismo rey fue por la jarra y le sirvió un vaso para calmarle la sed.
Mientras tanto, el sol se había puesto y el aire de la noche había comenzado a enfriarse. Fue entonces cuando el rey y el ermitaño decidieron llevar al hombre hasta la cabaña y acostarlo en la cama. El herido cerró los ojos y se durmió. El rey, rendido por el cansancio, se quedó profundamente dormido en la entrada de la cabaña.
A la mañana siguiente, cuando despertó, apenas recordaba dónde estaba, qué había pasado y quién era aquel hombre barbudo que lo miraba fijamente. Este le dijo en voz débil:
—Perdóname.
—No te conozco ni tengo nada que perdonarte —respondió el rey.
El hombre barbudo prosiguió:
—Tú no me conoces, majestad, pero yo sí. Hasta ayer, yo era un enemigo tuyo declarado y había jurado vengarme de ti porque durante la última guerra mataste a mi hermano y me quitaste mi propiedad. Cuando supe que habías venido solo a la montaña, te seguí para matarte. Pero después de esperarte todo un día y ver que no volvías, salí de mi escondite para buscarte. En lugar de dar contigo, me encontré con tus guardias, que al darse cuenta de mis intenciones me atacaron y me hirieron. Por suerte, pude escapar y corrí hasta aquí. Si no me hubieras acogido y vendado mis heridas, seguramente me hubiera desangrado y ahora estaría muerto. Yo deseaba matarte y tú, en cambio, me salvaste la vida. Si vivo y tú me lo permites, te juro que seré tu fiel servidor por el resto de mi vida y ordenaré a mis hijos y nietos que hagan lo mismo. Por favor, majestad, concédeme tu perdón.
El rey, sorprendido y admirado, se alegró de lo fácil que había sido reconciliarse con su enemigo, y no solo le perdonó la vida, sino que le prometió devolverle su propiedad y enviarle a sus propios médicos y servidores para que lo atendieran hasta que estuviera completamente restablecido.
El rey se despidió del herido, salió de la cabaña y buscó al ermitaño, que estaba sembrando papas entre los surcos abiertos el día anterior.
—Por última vez, antes de que me vaya, te ruego, hombre sabio, responde a mis preguntas…
El ermitaño se sentó en cuclillas sobre sus piernas flacas, alzó la vista y le dijo al rey:
—Tus preguntas, rey, ya han sido contestadas. Ayer, si no hubieras decidido ayudarme a arar los surcos, hubieras regresado solo, sin tus guardias, y este hombre te hubiera atacado, por lo que seguramente te habrías arrepentido de no haberte quedado conmigo. Por lo tanto, rey, el momento más oportuno fue el que pasaste cavando mi terreno. En ese momento, yo era la persona más importante para ti y la acción más adecuada consistió justamente en arar el surco. Más tarde, cuando llegó corriendo el herido, el momento más oportuno fue el tiempo que pasaste curando su herida, porque si no lo hubieras cuidado como lo hiciste, el hombre barbudo habría muerto y habrías perdido la oportunidad de reconciliarte con él. En ese momento, él se convirtió en la persona más importante para ti, de la misma forma que atenderlo fue la acción más importante. Rey, solo hay un momento importante y es el ahora, pues tan solo tenemos dominio sobre el presente. La persona más importante es siempre esa con la que estás y la acción más importante es ser bondadoso con ella, porque para eso es que fuimos enviados a este mundo, para ser bondadosos con los demás.