Todos los diciembres, Luis Alberto Arango –Lucho– y Edinson Quiroz se van a perseguir el pescado que sube por el río Magdalena. Es la época de la ‘subienda’. Como miles de pescadores, arman su rancherío en cualquier playa y se dedican, durante dos o tres meses, a atrapar bagres y bocachicos. La noticia de dónde va el pescado corre de boca en boca: “el pescado ya pasó por las bocas del Sogamoso”, “va llegando a Barranca”; ellos, con sus redes, van detrás.
Los dos nacieron en Llanito, corregimiento de Barrancabermeja, Santander, a orillas de la ciénaga del mismo nombre.
Los dos manejan los artes –técnicas– de pesca de río y de ciénaga: en la primera, con el ‘deslizado’ –una red delgada con pesas y boyas–; en la ciénaga, con la atarraya. “Somos de río y de ciénaga”, dicen. Lucho tiene motor. Así llegan fácil a ‘las aguas grandes’, como llaman al río Magdalena, conectado a la ciénaga por dos caños: Deseo y San Silvestre. A dos remos, se demoran hora y media en este trayecto.
Desde hace años, estos dos hombres –de abuelos y bisabuelos que llegaron de la Costa y armaron sus ranchos a orillas de este espejo de agua– son socios de pesca. Un día el uno convidó al otro; se comprendieron, “por la forma de ser, por el trato”, y se volvieron inseparables.
Para ellos, como para todos los pescadores del Magdalena Medio, ríos y ciénagas son un mismo sistema. Lo explican de manera sencilla: En la ciénaga, el pescado se engorda. Llega diciembre, sabe que las aguas van a bajar y sale al río, donde hay profundidad. Empieza a caminar aguas arriba; como va contracorriente, quema grasa; es la época de la subienda.
Cuando comienzan las lluvias y las corrientes bravas, la corriente lo trae pa’ bajo. “El río lo trae ‘atropellado’”, dicen, se devuelve a las ciénagas. Esa época la llaman la ‘bajanza’. Luego viene la temporada de ‘vidrio’. Es cuando el pescado se refugia en la ciénaga a desarrollarse y escasea la pesca.
Los cambios de temperatura hacen que los peces salgan a poner sus huevos en las bocas de los caños. En el momento del desove, los pescados roncan, aseguran los pescadores.
No importa que sea de día o de noche. Cada pescado ronca diferente; ellos saben distinguir si el que lo hace es bocachico, vizcaína, comelón. “Uno se graba esos ruidos, los conoce. En cualquier parte del río se escuchan, pero, sobre todo, cerca de las bocas de los caños”.
Lucho aprendió a atarrayar solo, practicando en tierra. Fue por insistencia de un primo que le decía: “usted, con tanto cuerpo que tiene, ¿por qué no aprende a atarrayar?” Edinson empezó desde pequeño. Se embarcaba con el papá y los hermanos mayores; “uno va aprendiendo a ‘canaletiar’”. Como Lucho y Edinson saben atarrayar y manejan el motor, se turnan los dos oficios: el de manejar el motor y el canalete –a ese oficio le llaman ‘patrón’– y el de tirar y recoger las redes. Dos veces al año, en subienda y en el veranillo de agosto o septiembre, van a las ‘aguas grandes’ del río Magdalena; el resto del tiempo pescan en la ciénaga.
A veces deciden hacer con otros pescadores una capachera –trabajo en grupo–: la pesca se reparte por partes iguales; no importa que el uno pesque tres y el otro 30 animales, “los amontonamos y se parten por igual”.
Es común, cuando hay pescado en el río, que entre ellos se pregunten: “¿hacemos capachera?”. Compran la gasolina entre todos, las bolsas de hielo, hacen cuentas: “¿Cuántos días vamos a demorarnos? ¿Cuántos vamos?” Y calculan las libras de arroz, de café, la sal, la panela. Llevan olla para cocinar, caldero para el arroz y para fritar el pescado. Cargan un radio o una grabadora pequeña y la nevera llena de hielo. Son esqueletos de neveras viejas que se compran en Barranca, a 20 mil pesos. Ahí van ‘enyelando’ el pescado. Dos veces por semana salen a venderlo a Barranca.
Si el verano está bueno y están bien instalados, trastean con la familia completa. En las noches si no hay trabajo, juegan dominó o damas. El tablero lo pintan en el canalete. Las fichas son tapas de gaseosa o piedritas del río…“En la noche se amontona el personal y echan cuentos”.
La levantada y el desayuno de los pescadores de Llanito dependen de los tiempos. En época de ‘vidrio’ –cuando la pesca es maluca y el pescador ‘sale a tirar ventura’, a ver qué consigue– se van a la faena apenas con un tinto. Viven al fiado: “en esos tiempos, los ‘atropellados’ son los tenderos”, dice Lucho. Pero en época de subienda se madruga a las cinco y media y se desayuna con ‘viuda de pescado’. Ahorrar es para ellos complicado. Al año hay pocos meses muy buenos para el oficio, y muchos malos.
Pero a pesar de todo, Lucho se siente orgulloso de ser pescador; con ese oficio levantó cinco hijos. Su pelea ahora es la conservación de la ciénaga. “Tenemos que cuidarla; no es de nosotros, es prestada y hay que dejarla a los hijos, para que sigan comiendo de ella”. Le molesta que algunos menosprecien el oficio. “Hay cosas que se aprenden en el colegio y en la universidad, otras son empíricas: se aprenden de mirar; de ese mirar, el pescador va aprendiendo. El médico sabe su arte, pero si le doy el canalete… ¡se va donde la brisa lo lleve!”
Le gusta ser libre, “me voy y vengo a la hora que quiera, no estoy fijado a que me manden”. Y cuando va en la canoa, por el río o los caños, viendo atardeceres, aprovecha el silencio, para pensar: “uno saca tantas conclusiones…”. Piensa, por ejemplo, que en tiempo de desove, cuando “todo el personal se va a las bocas de los caños a pescar”, se deberían hacer vedas…
Lo pescadores de Llanito están organizados. En verano y en veranillo, cuando baja el agua, tienen horario de pesca: de 7 a 11 de la mañana y de 2 a 5 de la tarde; en la noche nadie debe salir. “En esa época, el pescado va buscando el río y si lo atropellamos, más rápido se nos va”, dice Lucho. Ellos mismos controlan: en patrullas de 10 a 15 personas, revisan la ciénaga, quitan atarrayas y multan a los saboteadores. También castigan a los que tiran las atarrayas en las orillas, donde crece la tarulla o buchón, “la casa de los pescados”.
Y aman también el río Magdalena. “Para nosotros, como pescadores, si se nos acaba el río, se nos acaba la vida”, dicen con voz pausada Edinson y Lucho.
Muchos pescadores tejen sus atarrayas y saben remendarlas. “Yo me programo: ‘para enero voy a tener una atarraya nueva’ y la comienzo a tejer —con aguja y tablita— meses antes y poco a poco”. Para que la atarraya se conserve, la tiñen con tintes naturales. En la ciénaga, la atarraya dura un año. Ese cálculo no se puede hacer en el río.
El mismo día del ‘estrene’ se puede enredar en un palo y acabarse. “Le hace una raja de la mitad hacia abajo y la deja de segunda”. Hay pescadores que no saben tejer ni saben remendar. Lucho sabe las dos cosas. Aprendió de niño: “A mi mamá le gustaba tejer atarrayas ajenas; mi papá no sabía atarrayar, pero las tejía y remendaba. Yo aprendí ayudando a tejer atarrayas ajenas”. Para él es un pasatiempo. Teje en la puerta de atrás o en la de la calle de su casa.
Una hora antes de salir a ‘corraliar’, los pescadores se reúnen en distintos puntos de la orilla de la ciénaga. Hablan de todo, de chismes del pueblo, de política. En un momento y sin ninguna orden previa empiezan a salir. De todos lados aparecen las canoas. En medio del murmullo de los remos, la ciénaga se llena de pescadores. Cada grupo busca un rincón para formar su corral.
El ‘deslizado’ es el arte –la técnica– más usado en el Magdalena. Se lanzan primero las boyas y luego las pesas. La malla va bajando y forma como una pared. La corriente la va arrastrando. Se recoge 100 o 150 metros más abajo. El pescado queda enredado en la red.
El pescado no se va por todas partes, “él tiene su sitio”. Y los pescadores saben distinguir dónde. Calculan: “a este lado está la ladera y aquí está el seco; el pescado se va por el hondo y puede remontar por aquí, porque está seco”.
Hay pocas mujeres que ‘patronean’ la canoa mientras el marido lanza la atarraya o el deslizado. Algunos llevan el plante de la gasolina –gasolina fiada–. Si no sacan nada, quedan ‘embalados’ con el dueño de la gasolina.
En tiempos de bonanza, no existen departamentos. Cualquiera se instala en cualquier playa: “en el combo de pescadores, uno llega y la gente lo acoge”, dice Edison, el más aventurero de los dos. “A uno no le interesa de dónde es el otro; uno se combina con ellos y ellos con uno”.
“El trabajo de los pescadores es en ambiente familiar, ‘recochero’. Donde hay combo de pescadores se tiene una conciencia amigable. Si se me enreda la atarraya y no puedo zafarme, llega el otro y se tira a ayudarme. Me ayuda a remendar, también, si no sé hacerlo; me apoya si me varo en la mitad del río, y me presta una atarraya si la mía, al final, quedó inservible. No hay reparo de que yo se la dañe; me la da y dice: ‘aquí tengo otra atarraya, tome y pesque’”.
Cuando paran las lluvias, a finales de octubre, hay gente que está pendiente y va al río a escoger su sitio para el verano. “Van un mes anticipado a separar su sitio; eso es respetable”. Clavan una vareta –una caña, con un poco de hoja encima–. “¿De quien será este lance?”, se preguntan los que llegan luego. Saben que ya alguien se adelantó, limpió un tramo de río; ya tiene dueño. Lo primero que hacen luego de instalarse es limpiar el área. Tiran una cabuya con piedras o plomos del ancho del deslizado. Si se enreda, es porque hay un palo; con uno o dos motores lo sacan. Si es grande, con caña y palos hacen un terraplén para que pase, sin problemas, la red.
Muchas veces, la hamaca es la misma atarraya. Sobre todo en el sitio de pesca. Se amarra de dos palos y ahí está la cama del pescador. La canoa también sirve de cama, si hay invierno grande y no hay tierra por ningún lado. También sirve cuando pescan la ‘prima’, como llaman la jornada de 7 a 11 de la noche. El ‘4 por 4’ lo tiran en la canoa: “si llega el aguacero, le pongo las costillas a la canoa y se tapa con el plástico”.
Con plásticos, a los que llaman ‘4 por 4’, hacen sus cambuches. Sobre plástico o en camas hechas con guadua, duermen. Algunos prefieren dormir ‘a todo aire’ en hamacas que guindan debajo de una ‘enramizada’; si llueve, se meten en carrera al cambuche…
Los más tecnificados llevan una estufa, pequeña, de gasolina. Ésta la cargan en la canoa; van pescando y, a la vez, haciendo la comida… Si sólo tienen leña, les toca ‘arrimarse’ –ir a la orilla– cada vez que tienen hambre.
Lo que nunca falta en la casa del pescador es el sitio para guindar la hamaca. Si no hay sitio entre la casa, se acomoda en una ramada en la parte de afuera. Es difícil encontrar una casa sin hamaca.
En el muelle principal de Llanito se instalan las ‘mochileras’ –compradoras de pescado–. “Aquí nos dividimos el trabajo: ellos pescan y nosotras vendemos”. Si hay buen pescado en el río Magdalena, se van a comprarlo en la rampa del mercado de Barranca. Muchas salen, después, con sus poncheras a revender bocachico, mojarra y bagre por las calles. Se puede negociar por lo que venga en la canoa o por unidad: pescado grande a 700 pesos; pequeños a 300. “Es como ‘regata’ de precios: tú me pides, yo te ofrezco, y así hasta que haya acuerdo…”. Si las mochileras no alcanzan a comprar todo el pescado, se le vende a los ‘mayoritarios’; ellos pagan menos. Lo revenden luego en Bucaramanga, Neiva, Ibagué… El pescado pequeño que se vende en Llanito a 300 pesos, en Barranca vale 1.500.
Para hacer ‘la viuda’, se sala el pescado. Si es grande, se abre y se deja al sol toda la noche. En la olla se hace una cama con yuca, y encima se monta el pescado; se le agrega agua y se cocina. A veces se deja frito la noche anterior y a la mañana siguiente se echa a la viuda.
El sombrero del pescador es de paja, económico, vale apenas dos mil quinientos pesos. Lo llaman ‘ocho días’, porque al sol y al agua no aguanta mucho. En verdad dura tres meses. Para que la brisa no lo arrastre, se lo amarran con un gargantejo o barbuquejo –cordón–, así, dicen, “no hay brisa que se lo lleve”. Si no hay mucho sol, le doblan las alas y las agarran con el barbuquejo. Si sale el sol, sacan el barbuquejo y se abren las alas del sombrero. En el cerrar y abrir se va quebrando…
Algunos pescadores aprendieron a pescar con botas, camisa y pantalón de plástico. “Para pescar de noche en el río, nos ponemos todos esos ‘arropijos’”. Lo hacen para evitar que el agua del Magdalena, que “es bravísima” y se mete en la canoa, les ‘coma los pies’, les dé sabañón. Para curarse, se echan limón, grasa, aguasal…
Los ‘corrales’ es el método de pesca más usado en la ciénaga. Participan entre 4 y 15 canoas. Dos fi las de pescadores avanzan mirando hacia delante. Van bogando con el canalete y se van abriendo. Adelante van los ‘punteros’; van dirigiendo el corral. De repente ordenan: “¡tópelo!”, “¡juépalo!”. Significa: “¡A cerrar el corral!”. Los dos punteros se acercan y antes de encontrarse se oye de nuevo el grito “¡tópelo!” y las dos fi las de pescadores quedan frente a frente. Luego, al grito de “¡céjalo!”, se forma el círculo.
“¡Vamos!”, dicen finalmente los punteros; en un instante vuelan las atarrayas y se abren en el aire como fl ores inmensas, antes de caer sobre las aguas de la ciénaga. Muchas veces a uno o dos pescadores no les queda sitio en el corral; ellos tiran dentro del círculo cuando ya los otros recogen sus redes.
Los llaman ‘coroneros’. El que se va quedando atrás, rezagado, de repente avisa: “¡Voy pa’ la ‘corona’!”.
Con la bulla, muchas sardinas y peces pequeños brincan para escapar de las redes. “Se ‘pelan’”, dicen los pescadores. La algarabía alegre de los hombres se confunde con el sonido de los peces saltarines.
Todos los puestos en el corral tienen nombre: ‘puntero’, ‘costilla’, ‘contracostilla’, ‘culo’…
Desde hace un tiempo, desde que se organizaron, estos puestos se rotan, como se rotan también las filas. “Si yo tiré por el lado derecho, para el otro lance voy por el izquierdo; así, si hay brisa hago, un lance a contra y otro a favor del viento”.
Las garzas blancas y pardas acompañan todo este baile de pescadores en la ciénaga. Algunas se paran en la quilla de las embarcaciones, esperan las vísceras de los pescados; es su alimento.