(Caldas, Antioquia, 1926 – Medellín, 2019)
“Lo que muchos llaman locura, muchas veces no lo es”.
En 2011, la calle 73 de Medellín cambió de nombre; dejó de ser un simple número y adoptó el de una de las mujeres más destacadas de Antioquia: Luzmila Acosta de Ochoa, la primera mujer psiquiatra de adultos del departamento.
Con motivo de dicho homenaje, con su sencillez y austeridad características, dijo que se sentía honrada, pero que ninguno de sus méritos era mayor que el trabajo realizado durante más de 50 años con sus pacientes psiquiátricos, personas a las que nunca llamó locas, como se solía generalizar, pues decía que su tratamiento debía empezar, precisamente, por darles el respeto que se merecían.
Esta pionera de la psiquiatría, especialidad médica que estudia las enfermedades mentales, nació en el municipio de Caldas en un hogar tradicional. Su padre era empleado del Ferrocarril de Antioquia y su madre, una ama de casa dedicada al cuidado de sus ocho hijos. Desde muy joven admiró a su primo Darío Gutiérrez, un médico general que, además de ser su mentor, financió sus estudios de Medicina en la Universidad de Antioquia.
Salía todos los días desde Caldas a las 5:00 de la mañana. El tren la dejaba en la estación de Guayaquil, una zona del centro de la ciudad en la que ejercían su oficio las prostitutas, y que debía recorrer para llegar a sus clases. Esto pudo haber desalentado a otras jovencitas de la época, pero a ella no la incomodaba; tampoco la escandalizaba, pues siempre estuvo dispuesta a exponerse a la diversidad.
En la universidad empezó a interesarse por la complejidad de la mente humana; le llamaba la atención lo que observaba en las visitas que realizaba, en compañía de sus profesores, al manicomio de la ciudad, en el que comenzó a cuestionar los tratamientos que se les daban a los pacientes; estos incluían métodos extremos, como terapia de choques eléctricos y grandes dosis de medicamentos. Al graduarse como médica, en 1955, entró a trabajar en el Hospital Mental de Antioquia, en el que hacía consultas generales y en el que, según dice, solían encargarle los pacientes deprimidos, pues era extrovertida, afectuosa y no les tenía miedo.
Poco a poco fue dando muestras de su apertura mental y de una especie de rebeldía que puede ser descrita como “de bajo tono”, sin armar alboroto; muestra de esto fue la implementación de métodos poco corrientes en el tratamiento de los pacientes, como escucharlos para entender el porqué de su situación. Y no es que lo hiciera a escondidas: por el contrario, ella era valiente y siempre fue transparente con sus acciones, pero evitaba el protagonismo, lo suyo no era ser el foco de las miradas ni la voz que se imponía en las discusiones. Tal como la describió una de sus hijas, era como un riachuelo que fluía con fuerza tranquila, constancia y mucha naturalidad.
Su pasión por la psiquiatría aumentaba, así como el convencimiento de modernizar sus procedimientos; por eso, buscó alternativas para continuar su formación fuera del país. Logró una práctica en un hospital de la Universidad de Maryland, en Estados Unidos, en el que posteriormente se quedó haciendo su especialización en Psiquiatría.
A su regreso, retomó sus labores en el Hospital Mental, donde empezó a poner en práctica su filosofía de descronificar a los pacientes. Descronificar, de acuerdo con la doctora Acosta, significaba romper con la idea de que su condición mental no podía revertirse y, por ende, no podían reintegrarse a su cotidianidad y a su entorno familiar. Para ella, esto no solo era posible, sino deseable, y por esto insistía en que la labor de los profesionales comenzaba con la recuperación de la dignidad del paciente, quien “deja de ser el loquito del hospicio para convertirse en un ser humano; y para esto, hay que oírlo y estar en su interior para buscar sus problemas”.
A la par con su nueva labor profesional, se casó con Ernesto Ochoa, a quien había conocido en sus años universitarios, pues era el hermano de uno de sus compañeros. Ochoa se dedicaba a la contabilidad, pero los números eran apenas una faceta de su vida. Le interesaba la literatura, la música y todo aquello que alimentara el espíritu; por eso su mente era tan abierta y nunca pensó en imponerle nada a su esposa, ni siquiera cuando nacieron sus cuatro hijos.
Luzmila Acosta de Ochoa fue una mamá atípica, porque no solo trabajaba, sino que lo hacía ¡en cuatro lugares distintos! En el Hospital Mental, en una clínica privada, en el Seguro Social y en su consultorio particular, en el que quienes no podían pagarle con dinero lo hacían en especie. Con gallinas, bultos de naranja o papa llegaba a su casa al final de una ardua jornada, sin perder la sonrisa ni las ganas de compartir con su familia.
La doctora Luzmila fue, además, cofundadora de las sociedades de Psiquiatría de Antioquia y Colombia. También fue profesora de la Universidad de Antioquia, donde se aseguró de recordarles a los estudiantes que “de nada sirve la soberbia en el ejercicio profesional y la ficción de que uno es un sabio infalible”. De ahí su insistencia en que la formación académica no era suficiente si no iba de la mano de una condición humanista que reconociera en el paciente a una persona capaz de asimilar sus necesidades y dificultades, las mismas que podría superar con el acompañamiento del médico, la familia y la sociedad en general.
Después de cinco décadas de trabajo se jubiló; solo siguió atendiendo a los pacientes de toda la vida en su consultorio, y también recibía las visitas de sus antiguos alumnos, quienes se encontraban con la misma mujer cálida y de mente abierta que había sido su profesora. La única diferencia era su pelo, que con los años se tornó completamente blanco, iluminando su rostro y dándole un aire de sabiduría, esa que le permitió aconsejar a las nuevas generaciones, a quienes les dijo: “Si la sociedad nos ha brindado la oportunidad de asistir a la universidad, de capacitarnos y de producir, es injusto que no lo hagamos. Se trata de cumplir un deber sobre todo con nosotros mismos”.
(Ilustración: María Luisa Isaza G.)