Este cuento resalta la importancia de unirnos con nuestros vecinos, y de poner el bien común por encima del bien personal.
Cada viernes, antes de que despuntara el sol, Porfirio cargaba sus mulas con la producción de panela de su trapiche y las llevaba por un viejo camino que iba desde la vereda La Encantada hasta el pueblo. El tránsito de humanos y animales, y las lluvias frecuentes y torrenciales, habían ido socavando el terreno hasta formar profundos canalones por entre los que se escuchaban los ecos de las herraduras golpeando en el lodo y las piedras y los gritos del arriero animando a las mulas. El camino se adornaba con musgos de colores, bromelias, orquídeas, anturios y todo tipo de árboles y arbustos que atraían criaturas del aire y de la tierra. Después de unas tres horas de travesía, Porfirio llegaba a un pequeño río que debía atravesar para ir al pueblo, donde vendía su panela. Pero cuando llovía muy fuerte, el río se crecía y se hacía imposible pasar al otro lado sin correr el riesgo de perder la carga e incluso los animales. En una ocasión, Porfirio tuvo que arrojarse al agua y cortar las cuerdas que ataban la carga, para que la corriente no arrastrara a sus amadas mulas. Con suerte, arriero y mulas lograron alcanzar la orilla. Después de esto, Porfirio nunca más se arriesgó y, cuando llegaba al río y lo encontraba crecido, se encaminaba río abajo, hasta la vereda La Pedregosa, que quedaba cerca. Iba a la casa de su compadre Alirio, donde desenjalmaba la carga y se dedicaba a esperar pacientemente a que bajara el nivel de las aguas, mientras tomaba aguapanela y se entretenía contando y escuchando historias. En La Pedregosa había un viejo puente de madera, pero solo servía para que las personas cruzaran, porque estaba tan deteriorado que, con el peso de las mulas, probablemente se caería.
Y sucedió que, en una temporada de lluvias particularmente intensa, Porfirio no logró sacar su mercancía durante varios días. Y aunque fue, como siempre, a donde su compadre Alirio a ver si descendía el nivel de las aguas, al final tuvo que andar y desandar varias veces el camino de su casa al río, porque no paraba de llover. Cuando, después de dos semanas, por fin pudo pasar al pueblo, descargó su mercancía, guardó sus mulas y se dirigió a la casa de un concejal con el que había compartido algún tiempo en su niñez y con el que mantenía cierta cercanía. Cuando lo encontró, le contó lo que le sucedía con el río y le pidió que le ayudara a conseguir una cita con la alcaldesa para hablar del problema.
Una propuesta a la ligera
Porfirio pasó el resto de la mañana haciendo algunas diligencias que tenía atrasadas y, después del mediodía, recibió la llamada del concejal, con la noticia de que esa misma tarde lo recibiría la alcaldesa durante 15 minutos. A las tres y media salió rumbo al palacio municipal, donde fue atendido cordialmente. Aunque estaba un poco nervioso por estar hablando con la principal autoridad del municipio, expuso su caso con detalle, explicando todas las dificultades que tenía que afrontar para poder sacar sus productos a vender y remató su exposición diciendo:
—Con todo el respeto que usted se merece, alcaldesa, yo voté por usted porque en su programa de gobierno decía muy claramente que iba a mejorar las vías y caminos de las veredas, para que los campesinos pudiéramos sacar más fácil nuestros productos y el comercio del pueblo fuera mejor.
—Y lo he cumplido, don Porfirio.
–Yo sé, alcaldesa. Sé que le han trabajado a muchos caminos y pequeñas carreteras veredales, y hay mucha gente muy contenta por eso. Pero vea, yo sigo en la misma situación y a veces no puedo sacar mis productos. Necesito un puente sobre el río en donde sale el camino de La Encantada. He perdido varias cargas de panela y por suerte no he perdido a ninguno de mis animales, pero créame, he estado a punto de perderlos, e incluso, he estado a punto de ahogarme, arrastrado por la corriente.
—Perdóneme, don Porfirio, pero yo no le puedo hacer un puente a usted, solo porque viene y me lo pide. Yo trabajo por las comunidades, no por los individuos. Piense bien eso y póngase en mi lugar. Ahora, si me disculpa, tengo una reunión muy importante y ya voy tarde —y dicho esto, la alcaldesa se levantó y abandonó su despacho con algunos papeles en la mano.
Buscándole la comba al palo
Cuando estuvo afuera, Porfirio llamó a su esposa al celular y le contó lo que había sucedido, añadiendo que apenas iría a reclamar el dinero de la panela, a mercar y a recoger las mulas para regresar a casa. Durante las casi tres horas que se demoró en el camino de vuelta no pudo dejar de pensar en la conversación que tuvo con la alcaldesa y de preguntarse qué había hecho mal. Llegó de noche. Su esposa lo esperaba con la comida servida y, mientras Porfirio comía estuvieron conversando animosamente sobre qué se podría hacer. Ella le dijo:
—Vea, mi amor, lo que hay que hacer es reunirnos con la Junta de Acción Comunal de acá de La Encantada, comentarles de su reunión con la alcaldesa y hacerlos ver la necesidad de que nos unamos como vecinos y presentemos la misma solicitud que presentó usted solito. De pronto así la petición tiene más peso y nos prestan atención.
—Algo así venía yo pensando mientras caminaba de noche. Pero se me ocurrió una idea… ¿qué tal si comentamos este asunto con los de la vereda de abajo, La Pedregosa, y con los de la vereda de arriba, los de Aguas Claras? La verdad yo hablé de un puente que conectara directo con el camino de acá de La Encantada, pero esas dos veredas también necesitan atravesar el río de forma segura, y aunque en Aguas Claras no vive casi gente, en La Pedregosa sí hay muchas familias y ellos tienen un puente muy precario, construido por ellos mismos con madera y que no aguanta el peso de los animales, solo es para personas que vayan a pie… y ese puente está muy deteriorado: en cualquier momento se les cae.
A Pilar le pareció buena idea.
La unión hace la fuerza
Al otro día, desde muy temprano, Porfirio y Pilar salieron de casa para visitar al presidente de la Junta de Acción Comunal de La Encantada y explicarle todo el asunto. Lo convencieron de la necesidad de hablar con los demás miembros de la Junta de Acción Comunal y de convocar a una asamblea general para conversar sobre el tema. El presidente, viendo la sensatez de lo que le decían, se comprometió a hablar con ellos y a citar a asamblea general para la semana siguiente.
Porfirio y Pilar caminaron hasta el río, donde se separaron: Porfirio se dirigió río abajo, hacia La Pedregosa, donde fue a hablar con su compadre Alirio; y Pilar se fue río arriba, hacia Aguas Claras, donde vivía Matilde, una prima. Ambos tuvieron sendas conversaciones sobre la necesidad de que las tres veredas se unieran para hacerle la petición del puente a la alcaldesa. Alirio y Matilde se encargarían de tocar el tema con las juntas de acción comunal de sus veredas.
Fue así como, en la semana siguiente, gracias a la gestión, se realizaron asambleas generales de las juntas de acción comunal de las tres veredas y todos los participantes estuvieron de acuerdo en que debían unirse para hacer la petición.
Días después, los tres presidentes de las juntas de acción comunal se sentaron en un pequeño quiosco que había en La Pedregosa y que hacía las veces de tienda, a discutir los términos en los que iban a realizar la petición. No fue fácil ponerse de acuerdo, porque cada uno quería el puente donde más le convenía a los habitantes de su vereda; pero al final decidieron que, para que fuera más probable que los tuvieran en cuenta, en la petición se solicitaría el reemplazo del puente de La Pedregosa, que era la vereda con más población. Cada presidente convocó a una nueva asamblea general y puso a consideración de su comunidad la decisión que se había tomado en conjunto. No sobra decir que hubo voces de protesta dentro de los habitantes de La Encantada y de Aguas Claras, pero al final prevalecieron el bien común y los argumentos firmes y claros.
El viernes siguiente, cuando Porfirio llegó al pueblo con sus cargas de panela, se encontró a varios representantes de las tres veredas sentados en una cafetería, escribiendo una carta para la alcaldesa en la que solicitaban la demolición del puente viejo de La Pedregosa, que representaba un peligro para todos, y la construcción de uno nuevo que beneficiaría a las tres veredas en cuestión. Los firmantes se comprometían a aportar la mano de obra necesaria, además de algunos materiales, como arena y piedra, que podrían extraerse del río, y se solicitaba al Municipio el aporte del diseño del puente, de materiales como hierro y cemento, y de la supervisión de un ingeniero civil. Porfirio se sintió muy orgulloso cuando le relataron el contenido de la carta por haber sido él quien propuso una iniciativa que iba a beneficiar a tantas personas. Ya se estaba yendo, cuando el presidente de la Junta de La Encantada lo llamó y lo invitó a que los acompañara a la cita que tenían con la alcaldesa para realizar verbalmente la petición y entregar la carta.
Dudó un momento, pero al fin aceptó la invitación. Descargó sus mulas, las guardó y volvió a donde estaba la comitiva, que ya había terminado la carta que estaba firmada por las juntas directivas en representación de las comunidades de las tres veredas.
El que persevera alcanza
Cuando la comitiva entró al despacho de la alcaldesa, los ojos de esta se posaron sobre Porfirio. La alcaldesa sonrió y Porfirio le devolvió la sonrisa, parado junto a la puerta, mientras los representantes de las juntas de las tres veredas saludaban con formalidad a la alcaldesa y le agradecían por recibirlos. Los presidentes de las juntas de acción comunal explicaron a la alcaldesa el motivo de la visita y, con pelos y señales, le hablaron del mal estado del puente de La Pedregosa, del peligro que representaba y de la necesidad de los habitantes de las tres veredas de tener un puente que les permitiera sacar sus productos sin importar el clima. La alcaldesa los escuchó con atención y luego leyó en silencio la carta que le entregaron. Cuando terminó de leerla, levantó la mirada y posó sus ojos sobre Porfirio.
—Esto es muy distinto, don Porfirio, ¿cierto que sí?
—Sí señora —respondió tímidamente Porfirio, que seguía de pie junto a la puerta—. Antes estaba solicitándole un puente para mí; ahora somos tres comunidades unidas.
—Exacto. Una cosa es el interés particular y otra muy distinta, el interés colectivo —complementó la alcaldesa—. Bueno, señores y señoras, esta es una petición razonable que está en sintonía con mi programa de gobierno. De todas maneras es necesario que converse con varios de mis secretarios de gabinete para determinar si tenemos suficientes recursos para construir el puente y para hacer una proyección de los plazos de la obra. Por ahora váyanse tranquilos y en los próximos días tendrán una respuesta.
La comitiva salió sonriente del despacho. Varios de los integrantes parecían flotar de la dicha, entre ellos Porfirio, que ya se imaginaba pasando sobre el puente con sus mulas cargadas de panela.
Una semana después, las juntas de acción comunal fueron notificadas sobre el visto bueno que se le había dado a la obra y al poco tiempo se hizo público el diseño del puente, se asignó un ingeniero y se dio inicio a la construcción. Personas de las tres comunidades participaron en las faenas: unos sacaban materiales del río, otros hacían mezclas y otros se ocupaban de construir la estructura. No tardó mucho en erigirse el puente sobre el río y en ser transitado por todos.
Desde entonces, los viernes, llueva, truene o relampaguee, Porfirio saca su panela al pueblo y endulza la vida de vecinos y visitantes.
(Ilustraciones : Ana María López)