(Pereira, Risaralda, 1940 – Medellín, 2019)
“El conocimiento da libertad, y si no la da inmediatamente, por lo menos da las herramientas para luchar por ella”.
En 1947 María Teresa Uribe viajó con su familia desde Pereira, capital de Risaralda, hasta Uramita, en Antioquia, para asistir al entierro de su abuelo paterno, un dirigente liberal que contribuyó a la fundación y el desarrollo de este joven municipio.
El acontecimiento causó gran impresión en la pequeña, quien, con apenas siete años, no entendía por qué los indígenas y campesinos que tanto habían respetado a su abuelo ahora le decían a su padre, Eduardo Uribe, que los tenía que ayudar, pues sus vidas corrían peligro. Tampoco comprendía la razón por la que agitaban banderas rojas y gritaban ¡viva el Partido Liberal!
Su padre le explicó que el país vivía un momento difícil, de mucha incertidumbre y violencia, a causa del enfrentamiento entre dos partidos políticos con ideas distintas: liberales y conservadores, quienes, hasta ese momento, no habían encontrado una buena forma de resolver sus diferencias. “Pero, mija, las armas nunca serán la solución”, le insistía él, un médico que muy pronto tuvo que enfrentar las consecuencias de esta lucha que marcó la historia de Colombia en los años 50 y 60, especialmente.
Aunque Uribe se había especializado en el tratamiento de unas enfermedades muy específicas, el conflicto lo obligó a socorrer a los heridos que llegaban al Hospital de Pereira. Su hija le ayudaba, como si fuera una enfermera, y mientras tanto iba escuchando las historias de las víctimas, que terminarían influyendo en sus principales temas de investigación: la guerra, el desplazamiento forzado, la organización del Estado y las luchas por el territorio.
Su papá, a quien describía como “un médico del pueblo y para el pueblo, cuya satisfacción de curar y no atesorar lo llevó a gastar lo poco que tenía en remedios para sus pacientes pobres”, le dijo en ese entonces una frase que nunca olvidaría: “Este es el dolor de la humanidad”. Años después, cuando a sus hijos les ocurría algo, ella les decía: “Eso no es nada comparado con el dolor de la humanidad”. Y es que la influencia de su papá fue tan definitiva que no dudaba en afirmar que le había ocurrido lo mismo que a Atenea, la diosa griega, que nació de la cabeza de Zeus, su padre, y no del útero de la madre.
María Teresa Uribe estudió la primaria en Pereira y el bachillerato en un colegio de Manizales, una ciudad cercana; desde joven fue muy culta, bastante tímida y apasionada por la lectura. A los 19 años se casó con el ingeniero antioqueño Guillermo Hincapié Orozco y se fueron a Medellín, donde viviría el resto de su vida.
A medida que sus tres hijos iban creciendo, se dio cuenta de que la vida de ama de casa no la satisfacía por completo, quería estudiar, formarse como profesional. Apoyada por su padre y su esposo, ingresó, en 1968, a la Universidad Pontificia Bolivariana a estudiar Sociología, carrera que le permitiría analizar aquellos asuntos que le preocuparon desde niña.
“Era la señora rara de la universidad, casada y con hijos; y aunque a veces era difícil cumplir con todos los roles, disfruté mucho aprendiendo”, afirmaba Uribe, quien se graduó el mismo día en que una de sus hijas hizo la primera comunión; la celebración fue doble. Continuó con sus estudios en la Universidad Nacional, en la que hizo una maestría en Planeación Urbana, y luego ingresó a trabajar a la Universidad de Antioquia, de la que se jubiló en 2007. En esta institución se desempeñó como docente e investigadora. Sobre su rol como profesora, decía que fue una experiencia enriquecedora, que le permitió relacionarse con gente joven y en la que pudo apreciar cómo sus estudiantes crecían, aprendían y desarrollaban su propio criterio. “Algo que no cambiaría por nada”.
Simultáneamente, fue convirtiéndose, igual que la diosa Atenea, en un ser lleno de sabiduría, preocupado siempre por la justicia; en su caso, la justicia social, aquella que se basa en la igualdad de oportunidades y derechos, y que busca que cada persona pueda desarrollar al máximo su potencial, lo cual, según decía ella, es una condición para alcanzar la paz.
También se interesó por otras ciencias sociales como la política, la filosofía y la historia, que fue aprendiendo por sí misma, y le ayudaron a construir el pensamiento propio que tanto admiraron sus alumnos y colegas, quienes la reconocían como una mujer generosa, aguda y rigurosa, como una “pensadora inclasificable”, llena de intereses. Uno de sus grandes aportes teóricos fue la relación que señaló entre las palabras y la guerra, cómo estas inciden en los conflictos, pues lo dicho siempre tiene consecuencias. Por eso, lo suyo era la prudencia, pensar muy bien antes de hablar.
A sus nietos, que iban a almorzar fríjoles a su casa sagradamente todos los sábados, les enseñó sobre el poder de las palabras. Ese espacio es recordado por una de sus nietas como un sitio seguro en el que todos opinaban con libertad y en el que su abuela les recordaba que la sabiduría, el respeto al prójimo, la sensibilidad y la solidaridad debían guiar sus palabras, para que construyeran en vez de destruir. A la importancia del lenguaje se refirió en el libro Las palabras de guerra: un estudio sobre las memorias de las guerras civiles en Colombia, en el que afirma que a pesar de que estas han sido usadas como trompetas de guerra, también pueden tener la virtud de transformar.
Por su labor intelectual recibió reconocimientos como un doctorado honoris causa en Ciencias Sociales otorgado, en 2015, por la Universidad de Antioquia. Con estas palabras recibió la distinción: “El destino de las personas no está marcado, se va tejiendo con materiales muy diversos, recuerdos, miedos, vivencias, esperanzas, desengaños, emociones de diverso signo, afectos e identificaciones: todos ellos van marcando sentidos en la ruta de la vida”.
Su recorrido terminó el primer día de 2019, a la edad de 78 años, seis días después de la muerte de su esposo. Poco antes de su partida había manifestado la plenitud que había alcanzado: “Se los digo ya con un pie en el otro lado: si yo volviera a nacer, no dudaría en volver a hacer lo que hice. Ese deleite tan grande que da desentrañar cosas, decir cosas, enfrentarse con otros en el campo del conocimiento. De verdad vale la pena”. Valió la pena, maestra.
(Ilustración: María Luisa Isaza G.)