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Un palacio, noche adentro

Un palacio, noche adentro

Marina Colasanti (Brasil, 1938)

 

Sin haber deseado nunca una casa, aquel hombre se sorprendió deseando un palacio.

Y el deseo, que había empezado pequeño, creció rápidamente, ocupando todo su querer con cúpulas y torres, fosos y mazmorras, e inmensas escalinatas cuyos peldaños se perderían en la sombra, o en el cielo.

¿Pero cómo construir un palacio cuando se es apenas un hombre, sin bienes ni riquezas?

“Sería bueno si pudiera construir un palacio de agua, fresco y cantarín”, pensó el hombre mientras caminaba por la orilla del río.

Arrodillándose, hundió las manos en la corriente. Pero el agua siguió su viaje, sin que sus dedos bastaran para retenerla. Y el hombre se levantó y prosiguió su marcha.

“Sería bueno si pudiera construir un palacio de fuego, luminoso y danzante”, pensó después el hombre, frente a la hoguera que había encendido para calentarse.

Pero al extender la mano para tocar las llamas, se quemó los dedos. Y advirtió que aunque lograra construirlo, jamás podría habitar en él.

Tal vez porque el fuego era caliente como el sol, le pareció verse, niño, a la orilla del mar. Y, con el recuerdo, surgieron ante sus ojos los lindos castillos de arena que en esos tiempos construía. Ahora, el mar estaba lejos. Pero el hombre se puso de pie y caminó, caminó, caminó, hasta llegar al desierto, donde hundió sus manos en la arena y, con su sudor, comenzó a moldearla.

Esta vez, anchos muros se irguieron, dorados como el pan. Y una escalinata que llegaba a lo alto, y una terraza que coronaba la escalinata, y unas columnas que sostenían la terraza. Pero al atardecer el viento despertó, y con su blanda lengua comenzó a lamer la construcción. Arrancó los muros, destruyó la terraza, tumbó las columnas que el hombre ni siquiera había acabado de levantar.

Con razón, pensó el hombre, paciente. Es preciso un material más duradero para hacer un palacio.

Abandonó el desierto, atravesó la planicie, escaló una montaña. Se sentó en la cima y, en voz alta, comenzó a describir el palacio que veía en su imaginación.

Salidas de su boca, las palabras se apiñaban como ladrillos. Salones, patios, galerías surgían poco a poco en lo alto de la montaña, rodeados por los jardines de las frases.

Pero no había nadie allí que pudiese oír. Y cuando el hombre, cansado, guardó silencio, la rica arquitectura pareció estremecerse, desdibujarse. Y con el silencio, poco a poco se deshizo.

Aún era de día. Agotados todos los recursos, no se agotaba sin embargo el deseo. Entonces el hombre se acostó, se cubrió con su capa, ató sobre sus ojos el pañuelo que traía al cuello. Y empezó a soñar.

Soñó que unos arquitectos le mostraban sus proyectos, trazados en rollos de pergamino. Se soñó a sí mismo estudiando aquellos pro—yectos. Soñó luego los pedreros que tallaban piedras en las canteras, los leñadores que abatían árboles en las florestas, los alfareros que ponían ladrillos a secar. Soñó el cansancio y los cantos de todos esos hombres. Y soñó las mujeres que asaban el pan a ellos destinado.

Después soñó las fundaciones, a medida que eran plantadas en la tierra. Y el palacio, saliendo del suelo como un árbol, creciendo, llenando el espacio del sueño con sus cúpulas, sus minaretes, sus cientos y cientos de escalones. Soñando, vio aún que la sombra de su palacio dibujaba otro palacio sobre las piedras. Y sólo entonces despertó.

Miró la luna en lo alto, sin saber que ya ella había tenido tiempo de levantarse y ocultarse más de una vez. Miró a su alrededor. Continuaba solo, en la cima de la montaña ventosa, sin abrigo. No habitaba en el palacio. Pero éste, grandioso e imponente como ningún otro palacio, habitaba en él, para siempre. Y tal vez navegará silencioso, noche adentro, rumbo al sueño de otro hombre.

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