Si el agua del mundo entero cupiera en un balde de veinticinco litros, solo una cucharadita sería apta para consumo humano. Algo inentendible e inexplicable de nuestra era moderna es el hecho de habernos olvidado de la sabiduría de nuestros ancestros, quienes a lo largo de la historia, han considerado el agua una divinidad. Invertimos cantidades de dinero buscando existencia de agua en Marte o de hielo en una de las lunas de Júpiter, y mientras tanto, derrochamos riquezas invaluables en esquemas industriales que ponen en peligro los ríos, lagos y océanos de nuestro gran planeta azul. El agua puede cambiar de estado, y convertirse en gas, sólido o líquido, pero su esencia es imposible de crear o destruir. La cantidad de humedad en la Tierra no cambia con el tiempo. El agua que calmó la sed de los dinosaurios es la misma que hoy cae al mar; el mismo líquido que ha alimentado a los seres conscientes desde el principio de la creación. Nuestros huesos, ligamentos, tendones y músculos, cada célula de nuestro cuerpo y la sangre que corre por él, cada gota de sudor que aparece en nuestra frente, la orina de nuestra vejiga, todo esto, en algún momento, se filtrará en el suelo para convertirse en parte del ciclo del agua, del interminable e infinito proceso de evaporación, condensación y precipitación que hace posible la existencia de la vida. Deslizar la mano dentro de un río es casi como regresar al punto de origen para conectarse, a través de los eones, con ese momento primordial, increíblemente distante en el tiempo, en que los cuerpos celestes, tal vez come-tas congelados, colisionaron con la Tierra y trajeron el elixir de la vida a este solitario planeta estéril que giraba en el aterciopelado vacío del espacio.
Ha llegado el momento de hablar, no de los derechos del agua, sino de nuestra responsabilidad de protegerla; en lugar de seguir buscando cómo controlarla o desviarla, es hora de pensar en honrarla, tal como lo hicieron nuestros antepasados. Mirar el agua como algo sagrado no va en contra de la ciencia. Es más bien un reconocimiento a la complejidad y maravilla de los sistemas ecológicos y biológicos que la ciencia apenas ha logrado iluminar. Es hora de que escuchemos las voces de nuestros ancestros. Ellos aún nos pueden transmitir formas de pensar conscientes con nuestro entorno, apli-cables a nuestro comportamiento social, espiritual y ecológico, sin que dejemos a un lado los avances tecnológicos e industriales. La propuesta consiste en abrirnos a la posibilidad de sentir un respiro, un alivio, sabiendo que el camino que hasta ahora hemos tomado, no es el único posible, y que nuestro destino no está escrito de manera imborrable en ese conjunto de elecciones que una y otra vez han demostrado no ser tan sabias. Colombia es un país lleno de agua, por donde fluyen miles de ríos y quebradas, picos nevados y lagos. Es un tesoro vivo, hogar de 26.000 especies nativas de plantas con flores, incluyendo más orquídeas, palmas y plantas endémicas que cualquier otra nación. En diversidad de anfibios, peces de agua dulce y mariposas, ocupa el segundo lugar en el planeta, justo detrás de Brasil, ocho veces más grande. Y es el país con mayor cantidad de aves, 1932 identificadas hasta ahora, casi el doble que en Estados Unidos y Canadá. Hoy Colombia es considerado uno de los países más ricos en diversidad bio-lógica y cultural. Y esto no es casualidad, es gracias al compromiso que, durante décadas, la nación ha asumido para conservar este legado. De hecho, el país tiene 710 Reservas Indígenas, equivalentes al 30% del territorio, y su Sistema de Parques Nacionales Naturales, compuesto por 59 áreas pro-egidas, suman casi el 12.5% de la superficie nacional. Sobresale el Parque Nacional Chiribiquete, el cual con una superficie de 4,2 millones de hectáreas, es la mayor área protegida de la Amazonía y la reserva de selva tropical más grande del planeta. Claro está que para que la protección sea realmente efectiva, las leyes no son suficientes. El futuro de las tierras conservadas de Colombia está en manos de los campesinos y de las comunidades indígenas que habitan en la frontera de las selvas y bosques. Es por esto que la Fundación Secretos para contar ha dedicado más de 14 años a la creación y distribución de libros de alta calidad en los lugares más recónditos de Colombia, con la esperanza de inspirar a quienes viven en estas regiones a que preserven y celebren la riqueza natural y cultural del país. Hasta la fecha, la biblioteca ya ha llegado a más de 400.000 familias que habitan en sectores rurales de todo el país.
El libro que ahora descansa en sus manos es el tercero de una trilogía dedicada a educar sobre las plantas vitales para la autosuficiencia. Mientras que los dos primeros se centraron en alimentos y medicinas, este nuevo volumen de la colección comparte un conocimiento vital sobre la vida vegetal que enriquece y sostiene los suelos, los bosques y los sistemas de agua; es un escrito o guía para honrar a la Tierra misma. Más que un libro, esta es una herramienta para que los colombianos abracen este momento decisivo con una mayor conciencia de vivir en armonía con la naturaleza. Aquí hay semillas de conocimiento que pueden ayudarlo a usted y a otros lectores a sanar y proteger esta tierra privilegiada llamada Colombia.
Wade Davis