(Tumaco, Nariño, 1952)
“Lo más importante es querer lo que se hace y hacerlo bien. La compensación económica llega después”.
Willington Alfonso Ortiz Palacio es el nombre completo de uno de los mejores futbolistas colombianos de toda la historia; el mejor, sin discusión alguna, de los años 70 y 80. Y no solo en clubes, sino también en la Selección Colombia, de la que era el conductor y referente.
Fueron tres décadas de inolvidables gambetas y veloces carreras por la punta derecha del campo, de precisos centros para dejar en posición de gol a sus compañeros. Él también los hacía: a pesar de sus 1,69 metros de estatura, Ortiz era uno de los delanteros más temidos.
Sin embargo, su historia no solo es digna de ser contada por sus logros futbolísticos e inigualable talento (algunos llegaron a compararlo con Pelé), sino porque es la de alguien que, no obstante las adversidades y las muchas patadas que recibió, nunca se rindió. “Lo más importante es que en el tiempo que estuve jugando traté de dar todo lo que tenía para que los hinchas que fueran a verme, sin importar el equipo, dijeran que era un jugador que trabajaba para que ellos se divirtieran”.
Ortiz nació en Tumaco, un municipio del departamento de Nariño, ubicado en el extremo suroeste del país. Vivía con sus padres y seis hermanos en una humilde casa de madera, literalmente en el mar. A este tipo de viviendas, tan comunes en el océano Pacífico, se les llama palafitos y son construidas sobre el agua con la ayuda de estacas enterradas en la arena que sostienen la plataforma en la que está la casa.
Su particular nombre se lo debe a ese lugar porque al puerto de Tumaco llegaban muchas embarcaciones extranjeras. A su papá le parecía llamativa una palabra que veía en el costado de algunos barcos, “Wellington”, que hacía referencia a la capital de Nueva Zelanda. Sin embargo, lo puso Willington; “no sé si se confundió o le sonó mejor con la i”, cuenta el futbolista, y agrega que le encantaba patear balones desde pequeño.
A sus padres no les gustaba la idea de tener un hijo dedicado a ese deporte, no les parecía una profesión seria, y lo incentivaron a ganarse la vida siendo aún muy joven. Después del colegio se iba a trabajar, primero como aprendiz de carpintero y luego de sastre. Al terminar la jornada, salía derecho para la playa a jugar con la pelota. Afirma que su habilidad se la debe, precisamente, a la arena, porque es más difícil hacer rodar y dominar el balón.
A los 14 años empezó a jugar como armador, es decir, como el número 10, en un equipo juvenil, donde deslumbró a todos, incluido el sacerdote de Tumaco, quien lo llevó a probarse en un equipo de segunda división en Girardot, Cundinamarca. No solo eso, también le tuvo que prestar una maleta para que empacara sus cosas, pues en su casa, como nadie había viajado, no había.
En el equipo Juventud Girardot duró solo seis meses; dijeron que no les servía por bajito y flaquito. Regresó a Tumaco y luego lo intentó en otros tres equipos: América, Pereira y Quindío, pero en todos lo rechazaron por su físico. La revancha llegó en 1970, mientras jugaba un torneo con la Selección Buenaventura. “Sabía que esa era mi última oportunidad de volverme jugador de fútbol, lo di todo. Me vio una persona de Millonarios y me dijo que me fuera para Bogotá”.
Su llegada a la capital dejó una anécdota en las escaleras eléctricas del aeropuerto. Estaba con otro amigo y ninguno sabía qué hacer. “Móntense, bobos, que eso los lleva solos”, les dijo el reclutador de Millonarios que los fue a recoger. A ese equipo llegó decidido a todo, por su cabeza no pasaba la posibilidad de volver a su pueblo como un fracasado. Después de seis meses esperando ansioso para saltar a la cancha, le llegó su oportunidad, y nada menos que contra un equipo brasilero, el Internacional de Porto Alegre. Marcó un gol y desde ese momento no dejó de ser titular. “¿Y ese de dónde salió?”, decían los rivales en los primeros partidos; después tuvieron que cambiar la pregunta: “¿qué hacemos para detenerlo?”.
Con el equipo de la capital jugó la semifinal de la Copa Libertadores de América: era la primera vez que un equipo colombiano llegaba a esa fase del torneo. Aunque perdieron el partido, su actuación fue destacada. Recibía patadas y puños de los rivales que intentaban detenerlo, y él, con más coraje, volvía y se paraba. “Fue guapo como pocos; ese día supe que iba a ser el mejor jugador de este país, por lejos”, comenta uno de sus compañeros de esa época.
En Millonarios jugó siete años, marcó 96 goles y se ganó el apodo del Viejo Willy, con el que lo conocerían por el resto de su carrera, porque solía decirles a sus compañeros “viejo Carlos, viejo Jaime, viejo tal”. Después pasó al Deportivo Cali y, posteriormente, al América de Cali, con el que alcanzó tres subcampeonatos de la Copa Libertadores. En la liga colombiana jugó 587 partidos y anotó 184 goles.
Con la Selección Colombia obtuvo el subcampeonato de la Copa América de 1975 y disputó cuatro Eliminatorias al Mundial, pero en ninguna lograron la clasificación. “Es una lástima. Quizás no estábamos listos, el fútbol se juega en equipo”, reconoce el Viejo Willy. En 1989, cuando ya se estaba retirando, Francisco Maturana consideró llevarlo al Mundial de Italia, pero él mismo le dijo que no. Ya no estaba en condiciones físicas y no sentía motivación para entrenar. “Cuando eso pasa, es mejor irse”.
Y aunque se retiró del profesionalismo, no colgó los guayos. Hizo un curso para ser director técnico, estuvo al frente de equipos juveniles y fundó su propia academia en Bogotá, donde también tiene un restaurante de comida típica del Pacífico. En las paredes del lugar cuelgan las fotografías que evidencian la leyenda de este talentoso y aguerrido futbolista, un hombre alegre y de cálida sonrisa, que sigue intacta a sus 70 años.
(Ilustración: Carolina Bernal C.)