Hubo una vez un habitante de un planeta vecino que vino a visitar la Tierra. En el lugar de aterrizaje le esperaba un gran filósofo, cuya misión era enseñarle todas las cosas.
Primero atravesaron un bosque y el extranjero observó los árboles.
—¿Quiénes son éstos? —preguntó.
—Sólo son vegetales —dijo el filósofo—. Están vivos, pero no tienen nada interesante.
—No sé si estoy de acuerdo —dijo el extranjero—. Parecen muy educados. ¿Acaso no hablan nunca?
—Carecen de ese don —dijo el filósofo.
—Creo que los oigo cantar —dijo el otro.
—Es sólo el viento entre las hojas —dijo el filósofo—. Le explicaré la teoría de los vientos: es realmente interesante.
—Bueno —dijo el extranjero—, pero me gustaría saber en qué están pensando.
—No pueden pensar —dijo el filósofo.
—No sé si estoy de acuerdo —dijo el extranjero, a la vez que ponía la mano en un tronco—. Esta gente me gusta —afirmó.
—No son gente —replicó el filósofo—. Sigamos avanzando.
Después atravesaron un campo en el que pastaban vacas.
—Esta gente es muy sucia —dijo el extranjero.
—No son gente —dijo el filósofo.
Y a continuación le explicó al extranjero lo que era una vaca, utilizando un término científico que he olvidado.
—Me da igual —dijo el extranjero—. ¿Por qué no levantan los ojos?
—Porque son herbívoros —dijo el filósofo—. Comer pasto, que no es muy nutritivo, exige tanta atención que no les queda tiempo para pensar, ni hablar, ni contemplar el paisaje, ni mantenerse limpios.
—Bueno —dijo el extranjero—, es una forma de vivir como otra cualquiera, pero prefiero a la gente de cabeza verde.
Después llegaron a una ciudad y las calles estaban atestadas de hombres y mujeres.
—Esta gente es muy rara —dijo el extranjero.
—Son los habitantes de la nación más grande del mundo —explicó el filósofo.
—¿De veras? —se sorprendió el extranjero—. ¡Quién lo diría!