Es una ley de la vida que debemos dedicar varias horas del día a cocinar y a comer para poder vivir. Pero la fuerza de la costumbre nos obliga, muchas veces, a repetir siempre las mismas recetas que sabemos y a comer de afán, sin disfrutarlo y sin compartir siquiera una conversación con nuestros seres queridos.
Comer es una de las actividades más importantes de la vida. Una buena comida, balanceada, nutritiva y sabrosa, nos ayuda a ser saludables, a tener energías para trabajar y para estar animados y contentos.
Nuestros hijos, bien alimentados, pueden crecer sanos, fuertes y con la inteligencia despierta. Y si además compartimos la mesa y nos reunimos para charlar y comentar los asuntos del día, para compartir nuestros sueños, esperanzas, deseos e inquietudes, pues mejor, ya que así el acto de comer se convierte en un rito ameno que une a la familia y nos permite disfrutar de eso que se llama calor de hogar.
Es fácil comprobar que una buena comida cambia el ánimo de la familia y que una rica sazón puede ponerle un nuevo color al día. Si por lo regular preparamos huevos fritos para el desayuno será una sorpresa deliciosa ofrecer a nuestra familia unos huevos revueltos con cebolla junca y tomate, y lo mismo pasará si otro día hacemos torticas de arroz con los sobrantes de ayer.
Se trata de poner a funcionar la fantasía y la imaginación y ver con ojos nuevos y sencillos lo que produce la tierra, frutas, hortalizas, raíces, tubérculos y granos; saber aprovechar lo que nos ofrecen vacas, gallinas y cerdos, ya sea en forma de huevos, de leches, de quesos y quesitos, y de carnes, para hacer que nuestra mesa sea una fuente inagotable de alegría.