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El par de zapatos

El par de zapatos

Pierre Gripari

 

Había una vez un par de zapatos que estaban casados. El zapato derecho, que era el señor, se llamaba Nicolás, y el zapato izquierdo, que era la señora, se llamaba Tina.

Vivían en una bonita casa de cartón, donde estaban envueltos en papel de seda. Se sentían allí totalmente felices y esperaban que sería para siempre.

Pero he aquí que una hermosa mañana una vendedora los sacó de su caja para probárselos a una señora. La señora se los puso, dio algunos pasos con ellos, y después, viendo que le servían, dijo:

—Los compro. —¿Se los envuelvo?— preguntó la vendedora.

—No hace falta, —dijo la señora—, me los llevo puestos.

Pagó y salió con los zapatos nuevos puestos.

Así resultó que Nicolás y Tina anduvieron todo un día sin verse el uno al otro. Sólo por la tarde se volvieron a encontrar en un armario oscuro, empotrado en la pared.

—¿Eres tú, Tina?

—Sí, soy yo, Nicolás.

—¡Ah, que suerte! ¡Te creía perdida!

—Yo también. Pero ¿dónde estabas?

—¿Yo?, yo estaba en el pie derecho.

—Y yo, en el pie izquierdo.

—Ahora lo comprendo, dijo Nicolás. Todas las veces que tú estabas delante, yo estaba detrás, y cuando tú estabas detrás, yo estaba delante. Por eso no nos podíamos ver.

—¿Y esta vida va a repetirse todos los días? —Preguntó Tina —¡Me temo que sí!

—Pero ¡es horrible! ¡Estar todo el día sin verte!, mi pequeño Nicolás. ¡Jamás podré acostumbrarme!

—Escucha —dijo Nicolás—, tengo una idea. Como yo estoy siempre a la derecha y tú siempre a la izquierda, pues bien, cada vez que yo avance me inclinaré al mismo tiempo un poquito hacia tu lado. Así nos saludaremos. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

Así lo hizo Nicolás; de manera que durante todo el día siguiente, la señora que llevaba los zapatos no podía dar tres pasos sin que su pie derecho se enganchará en su talón izquierdo, y ¡plaf!, todas las veces se caía al suelo.

Muy inquieta, fue ese mismísimo día a consultar a un médico.

—Doctor, no sé qué me pasa. ¡Me pongo zancadillas a mí misma!

—¿Zancadillas a usted misma?

—¡Sí, doctor! Casi a cada paso que doy, mi pie derecho se engancha en mi talón izquierdo ¡y me caigo!

—Es muy grave —dijo el doctor—. Si esto continúa, habrá que cortarle a usted el pie derecho.

La misma tarde en el armario, Tina preguntó a Nicolás:

—¿Has oído lo que ha dicho el doctor?   

—Sí, lo he oído.

—¡Es horrible! Si le cortan el pie derecho a la señora, te tirarán, ¡y nos separaremos para siempre! ¡Hay que hacer algo!

—Sí, pero ¿qué?

—Escucha, tengo una idea: como yo estoy a la izquierda, ¡seré yo mañana la que haga un pequeño movimiento hacia la derecha cada vez que avance! ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

Así lo hizo, de manera que a lo largo del segundo día fue el pie izquierdo el que se enganchaba en el talón derecho, y ¡plaf!, la pobre señora volvía a caerse al suelo. Cada vez más inquieta, volvió a casa de su médico.

—Doctor, ¡esto va de mal en peor! ¡Ahora es mi pie izquierdo el que se engancha en mi talón derecho!

—Es cada vez más grave —dijo el doctor—. Si esto continúa, ¡habrá que cortarle a usted los dos pies!

Esa misma tarde, Nicolás preguntó a Tina:

—¿Has oído?

—He oído.

—Si le cortan los dos pies a la señora, ¿qué será de nosotros?

—¡No me atrevo ni a pensarlo!

—Y, sin embargo, ¡yo te quiero, Tina!

—Yo también, Nicolás.

—¡Yo no quiero separarme nunca de ti!

—Yo tampoco quiero separarme.

Hablaban así en la oscuridad, sin darse cuenta de que la señora que los había comprado se paseaba por el pasillo en zapatillas, porque las palabras del médico no la dejaban dormir. Al pasar por delante de la puerta del armario, oyó toda esta conversación y se enteró de todo.

—Así que es eso, pensó. No es que yo esté mala, es que mis zapatos ¡están enamorados! ¡Qué conmovedor!

Entonces le dijo a su asistenta:

—¿Ve usted este par de zapatos? No me los volveré a poner, pero, de todos modos, quiero guardarlos. Así que deles betún, cuídelos bien, que estén siempre brillantes, y sobre todo no los separe nunca el uno del otro.

Cuando se quedó sola su asistenta, se dijo:

—La señora está loca, ¡guardar estos zapatos sin ponérselos! Dentro de quince días, cuando se le haya olvidado, ¡me los pondré!

Quince días más tarde, se los puso. Pero en cuanto los tuvo puestos, también ella empezó a ponerse zancadillas. Una tarde en la escalera, cuando bajaba la basura, Nicolás y Tina quisieron abrazarse y ¡cataplum! ¡bing! ¡bang!, la asistenta se encontró sentada en un descansillo, la cabeza llena de desperdicios y una monda de patata que colgaba en espiral sobre su frente.

—Estos zapatos están embrujados —pensó—. No me los volveré a poner. ¡Voy a dárselos a mi sobrina, que es coja!

Así lo hizo. La sobrina que en efecto, era coja, se pasaba casi todo el día sentada en una silla; cuando por casualidad andaba, lo hacía tan lentamente, que no podía enredarse los pies. Y los zapatos eran felices, pues incluso durante el día estaban la mayor parte del tiempo uno al lado del otro. Esto duró mucho.

Como la sobrina era coja, desgastaba un lado más de prisa que el otro.

Un día, Tina le dijo a Nicolás:

—Noto que mi suela se vuelve fina, fina ¡Voy a tener pronto un agujero!

—No hagas eso, dijo Nicolás. ¡Si nos tiran, volveremos a estar separados!

—Ya lo sé, dijo Tina, pero ¿qué hago? No puedo evitar hacerme vieja.

Y, en efecto, ocho días más tarde, su suela tenía un agujero. La coja se compró zapatos nuevos, y tiró a Nicolás y a Tina al cubo de la basura.

—¿Qué va a ser de nosotros? —preguntó Nicolás.

—No sé —dijo Tina—. ¡Si solamente pudiera estar segura de no separarme nunca de ti!

—Acércate —dijo Nicolás— ata mi cordón con el tuyo. De esta manera, no nos separarán.

Así lo hicieron. Juntos los tiraron a la basura, juntos fueron llevados por el camión de los basureros y abandonados en un campo. Allí estuvieron hasta el día en que un niño y una niña los encontraron.

—¡Andá!, ¡mira esos zapatos! ¡Están cogidos del brazo!

—Es que están casados —dijo la niña.

—Bien —dijo el niño—, puesto que están casados, ¡van a hacer su viaje de novios!

El niño cogió los zapatos, los clavó uno al lado del otro en una tabla, después llevó la tabla al borde del agua y la dejó ir con la corriente hacia el mar. Mientras se alejaban, la niña agitaba su pañuelo gritando:

—Adiós, zapatos, ¡y buen viaje!

Fue así como Nicolás y Tina, que no esperaban ya nada más de la vida, tuvieron por lo menos un bello viaje de novios.

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