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Un drama en el corral

Un drama en el corral

Victor Eduardo Caro

¿No saben ustedes lo que ha sucedido en un gallinero?

Es horrible, ¡horrible!

La que así hablaba era una gallina que se hallaba en un lugar a donde todavía no habían llegado los ecos de la tragedia.

—Sí —decía la gallina—; ¡es horrible! Tanto, que no voy a poder pegar el ojo en toda la noche. Menos mal que somos muchas; si llego a estar sola, ¡qué miedo!

Y empezó a contar la terrible historia; y al cacarear, su voz temblaba de espanto, de tal modo que a las gallinas que le escuchaban se les erizaron las plumas, y al gallo que las acompañaba se le encogió la cresta.

Pero a lo mejor tampoco vosotros que me leéis, estáis al corriente de los acontecimientos. Empecemos, pues, por el principio.

La cosa sucedió en un gallinero situado en un barrio de la ciudad, muy alejado de éste en que estábamos hace un momento.

Caía la tarde; el sol se ponía y las gallinas tomaban sus posiciones para la noche.

Una de ellas, una gallina blanca, de patas cortas, que era una persona de lo más respetable que cabe, de esas que ponen su huevo con toda regularidad, en cuanto se hubo colocado en el sitio que le correspondía, se puso a rascarse, según solía hacer todas las noches antes de dormirse.

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Al efectuar esta pequeña operación, se le cayó una plumita.

—¡Vaya, una menos! —dijo. Y añadió: —Aunque se me caigan algunas plumas, no por eso dejo de estar guapa.

Eso lo dijo con tono alegre, pues era una gallina de muy buen humor, siempre dispuesta a reír, a divertirse y a echarlo todo a broma, lo cual no impedía que, según ya hemos dicho, fuese una gallina perfectamente respetable.

Luego se quedó dormida.

Ya la oscuridad era profunda y las gallinas, apretujadas unas contra otras, se iban durmiendo. Pero la que estaba junto a la gallina blanca no se dormía. Había oído lo que dijo su vecina, pues ella sabía oír sin parecerlo.

Y le faltó tiempo para comunicárselo a su otra vecina; ahora que naturalmente lo varió un poco:
—¿Ha oído usted lo que acaban de decir? —le preguntó—.

Yo no quiero nombrar a nadie, pero es el caso que aquí hay una gallina que se quiere quedar sin plumas para estar más guapa.
¡Qué atrocidad!

Precisamente encima del gallinero moraba la familia búho: el papá, la mamá y los pequeños búhos.

Tenían todos los oídos tan finos, que no perdieron una palabra de lo que dijo la gallina.

Sus ojos, que ya de por sí eran redondos, se redondearon más que de costumbre, y la mamá búho exclamó, abanicándose con las alas:

—¡No escuchéis esas cosas, hijos míos; y Dios sabe si en este mundo se oyen atrocidades antes de que a uno se le caigan las orejas de horror!

Y añadió, dirigiéndose a su esposo, el señor búho:

—¡Ya ves tú qué cosas pasan! Hay en el gallinero de abajo una gallina que se ha olvidado de la educación y de las convivencias, hasta el punto de arrancarse las plumas para estar más guapa, sin duda para ver si así logra llamar la atención del gallo y que se case con ella.

—Ten cuidado —dijo el papá búho—; no son cosas para hablarlas delante de los niños.

—Tienes razón —dijo la mamá búho—, pero al menos se lo iré a contar a la lechuza del frente; también ella me viene a contar todo lo que oye.

Y se fue volando.
—¡Huuuuuuu! ¡Huuuuuu! Estuvieron charlando las dos comadres cerca de un palomar.

—¡Huuuuuu! ¡Huuuuuu! ¿Se ha enterado usted?

Allí hay una gallina que se ha arrancado las plumas para ver si así pesca marido. ¡De fijo que lo que así pesca será una pulmonía! ¡Si es que no se ha muerto ya de frío! ¡Huuuuuu!

—¡Rrrrrrucu! ¡Rrrrrrrucu! —dijeron unos pichones al oírlas—.

¿Dónde ha sido eso? ¿Dónde, dónde?

—Ha sido en el corral del vecino —contestaron unas palomas que también habían oído—.

Tan seguro es, ¡como si lo hubiéramos visto con nuestros ojos! Da vergüenza contarlo y sin embargo, no cabe duda de que así es.

—¡Ah! ¡Claro que no cabe duda! ¡No cabe duda ninguna! —dijeron los pichones.

Y se fueron con el cuento a otro corral; pero con el cuento un poquito corregido, naturalmente.

—Allí hay una gallina, y puede que sean dos, que han tenido la desvergüenza de arrancarse todas las plumas para distinguirse de las demás, llamar la atención del gallo y casarse con él. ¡Han caído enfermas de frío!

—¡Kikirikí, ¡kikirikí! —dijo el gallo de este gallinero; y volvió a encaramarse a lo alto de la tapia. Desde allí se puso a cantar:

—Tres gallinas se han muerto por haberse arrancado todas las plumas, para agradar al gallo! ¡Qué horror! ¡Es preciso que todo el mundo se entere de esta historia!

—¡Sí, sí, que se enteren, que se enteren! —silbaron los murciélagos. Y los gallos y las gallinas corearon.

—¡Que se enteren, que se enteren! —De este modo, la historia circuló de corral en corral, y cada vez aumentada un poco.

Pero en qué forma llegó, Dios santo.

—Cinco gallinas —decían— se habían propuesto cada una casarse con un gallo. Tan enamoradas de él estaban las cinco, que se arrancaron las plumas, para demostrar lo flacas que se habían quedado. Cuando estuvieron completamente desplumadas, se pelearon, se hirieron a picotazos, se ensangrentaron y se mataron unas a otras. Sus respectivas familias están desesperadas; y más desesperado todavía está el dueño del corral, que ha perdido de un golpe cinco hermosas gallinas.

La gallina blanca a la que se le había caído una pluma, oyó esta trágica historia. Naturalmente, como estaba “algo” desfigurada, no la reconoció.

—Qué cosas pasan en el mundo, Señor —exclamó juntando sus patitas con indignación—. ¡Qué gallinas más locas! Gracias a Dios, en este corral nuestro no pueden suceder atrocidades semejantes. Pero es preciso que se entere todo el mundo de esta historia, para que sirva de ejemplo. Y, tal como ella lo había oído, se lo refirió todo a cierta cotorra, que era la encargada de redactar la Gaceta del Corral.

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